Sunday 6 May 2012

aprendiendo el Sur


El ruido y la furia es la típica novela que se estudia en la universidad por los aspirantes a licenciados en Filología Inglesa, y tal fue mi primera toma de contacto con ella en el invierno de 1998-1999. Una pequeña motivación personal que mantendré en secreto me impulsó repentinamente hace pocas semanas a emprender una relectura, con una distancia de trece años mediando desde la primera. ¿Qué me dijo la novela entonces y qué me ha dicho ahora?

Ya por aquel entonces cuando la leí con 21 años me agradó especialmente. Hay una cualidad en Faulkner que hace que su literatura me resulte más atractiva que la de varios de sus otros grandes novelistas americanos contemporáneos. Es lo que los anglosajones denominan ‘the sense of place’ y que podríamos traducir como ‘el sentimiento particular hacia un lugar.’ Me atraen en especial las novelas que tratan de lugares más que de la recreación de personajes o historias. Y esto tal cual es lo que ocurre en El ruido y la furia en relación a la región del Sur americano, que se reconstruye minuciosamente a través del diseño imaginario del ficticio condado de Yoknapatawpha, cuya completa extensión se va abarcando paulatinamente, novela a novela, entre el conjunto de novelas que integran esta serie. Pues bien, en El ruido y la furia se transmite la impresión de un lugar, el Sur, y esto se hace no tanto mediante la burda descripción literal de espacios físicos, aunque la sensualidad del bosque a las puertas de la casa y del pueblo de los Compson y de las diversas estaciones y cambios en el tiempo está muy marcada, y se articula en pasajes de irrepetible belleza.

Sin embargo la manera en que esta impresión de un lugar mítico para el autor, el Sur, se transmite, es sobre todo a través de las historias que les ocurren a los personajes, a esta familia venida a menos como toda su región, y especialmente a través de la manera en que estas historias familiares, estos hechos, son relatados. Es bien sabido que Faulkner bebió ampliamente de las fuentes intelectuales del Modernismo así como de las obras del Modernismo propiamente dichas: Joyce, T. S. Eliot, Bergson. Pero no tendríamos por qué pensar que Faulkner se limita a reproducir una serie de técnicas novedosas mecánicamente cuando incorpora la fragmentización temporal o el monólogo interior a sus novelas. Quizás, a su manera de ver, estas técnicas son especialmente adecuadas para representar un entorno particular, el Sur, a los ojos de Faulkner. Con esto quiero decir que no sólo el contenido argumental, sino la forma estilística de la novela, ambos contribuyen a la representación del lugar, del Sur, que es el tema de Faulkner.

Y, ¿cómo contribuye la técnica a la representación de un lugar? EL monólogo interior contribuye a la ruptura temporal porque los personajes, en especial los más románticos e irracionales, Benjy y Quentin, son derivados por medio del flujo de su pensamiento a determinados momentos y escenas del pasado, en particular de la infancia y de la adolescencia, que tuvieron una especial incidencia en sus psicologías. Las maneras en las que se producen estas desviaciones temporales son normalmente provocadas por un estímulo de carácter sensorial. Por ejemplo, para Benjy, el hermano con retraso mental, sujetar firmemente las rejas del portalón de la casa le recuerda a su idealizada hermana Caddy en su edad pre-adolescente. Un lugar, la verja, el camino que da a la casa, un contacto, una memoria, un sentimiento. Así Faulkner va creando el Sur.

Por otro lado, Quentin, el hermano obsesionado con la mancha en el honor de la familia, despierta la mañana del 2 de junio de 1910 oyendo las manecillas del reloj, entre las siete y las ocho de la mañana. En seguida recuerda que perteneció a su abuelo y fue un regalo de su padre, que se lo entregó con estas palabras: ‘Te ofrezco el mausoleo de toda esperanza y de todo deseo.’ Esta concepción del tiempo es clave para entender el Sur de Faulkner: el único propósito merecedor del tiempo es que no lo tengamos en cuenta, para así olvidarnos de luchar batallas inútiles que sólo revelarían nuestra pretensión y estupidez. El tiempo en El ruido y la furia se vive hacia atrás, pero precisamente para olvidarlo mejor de este modo. Vamos aproximándonos a una confluencia temática. Los hijos de la familia Compson todos fracasan por la misma razón, aunque cada uno en su manera particular. Los hijos de la familia Compson fracasan porque luchan. Tienen apego a la vida, a sensaciones (Benjy), a deseos (Caddy), a ideales (Quentin), a posesiones (Jason). Esta voluntariedad los destruye, pues se afanan persiguiendo cosas que no pueden conseguir. Benjy nunca conseguirá poseer el amor y el calor de su hermana Caddy. Caddy nunca conseguirá encontrar su lugar en la sociedad como esposa y madre de familia a través de la expresión de su deseo sexual. Quentin nunca conseguirá borrar el honor mancillado. Jason también fracasará en su intento de hacerse ilícitamente con el dinero de su sobrina, y en sus especulaciones en el mercado de algodón. Fracasan porque desean, quieren, tienen una voluntad que no se corresponde con la languidez de la historia del Sur. No han aprendido la lección de sus padres. La señora Compson se limita a deambular de habitación en habitación esperando a la muerte. El señor Compson advirtió a Quentin de que enterrase la esperanza, pero ninguno de sus hijos advierte esta enseñanza. Todos ansían y todos sucumben.

Hay sin embargo lugar para la luz ante panorama tan desolador. La esperanza se traslada a Dilsey, la criada negra, en
la última sección del libro, que tiene lugar el 8 de abril de 1928, Domingo de Resurrección. Dilsey sí ha aprendido a vivir sin deseo y a derivar su felicidad contenida y su sentido de su propio ser de esta actitud vital. Ella ‘sabe’ que el tiempo no discurre normalmente en la casa de los Compson. Por eso cuando el reloj da las cinco ella deduce inmediatamente que en realidad son las ocho. Su existencia, a diferencia de la de los malogrados benjamines de los Compson, es tranquila. El domingo 8 de abril de 1828 es para Dilsey un día más en su vida de no-desear. Se dirige a la cocina, se pone el mandil, enciende el fuego, prepara el desayuno, se dispone a hornear unas galletas. La cocina se calienta, los leños arden en la chimenea, el horno a punto, la harina sobre la tabla del pan. Inmersa en sus quehaceres, no puede evitar ponerse a cantar. Ha sido la única genuina expresión de felicidad en toda la novela. Ella sí que ha interiorizado la vieja lección de los Compson: el tiempo es el mausoleo de la esperanza. A Dilsey no le importa que el tiempo discurra apilando desgracias o vergüenzas, ella tiene la inmunidad de la desesperanza. Es ella quien realmente entiende lo que es vivir en el Sur. El ‘ruido’ y la ‘furia’ que experimentan los niños de los Compson no son sino el ruido y la furia de la inútil ‘voluntad.’