Wednesday 25 December 2013

relatos que alcanzan vidas



Las historias en este último volumen publicado de Alice Munro parecen marcar un progresivo camino descendiente. La autora podría enmarcarse dentro de un realismo poético. Son relatos realistas porque describen la retazos de vidas ordinarias de gente corriente que comete deslices que serán más o menos cruciales en sus vidas, y en las que los finales, sin ser felices o infelices, se quedan suspendidos, pues la vida misma no tiene principio ni final, sino que es un río que corre manso pero imparable.

Hablo de un camino descendente porque aunque el tema de la primera historia es un pequeño desliz, un encuentro sexual furtivo en un tren en marcha, la gravedad de cuyas consecuencias corresponde calibrar al propio lector, progresivamente nos encontramos con personajes cuyos errores de cálculo frente a las trampas que les presenta la vida, pequeños fracasos cotidianos, les van hundiendo más y más profundamente en el sufrimiento y la incertidumbre.

La caracterización es uno de los mayores logros de estas historias. Los personajes son los vehículos a través de los cuales los principales temas son presentados al lector. Así, conocemos a Corrie, una rica heredera, pero no tan joven, hermosa pero coja, que se entrega a una pasión ilícita con un hombre casado. ¿Cuál de los dos sale más favorecido?

También están aquellos personajes, mujeres en su mayor parte, que sufren desvaríos cuyas consecuencias no habían calibrado lo suficientemente. Como Greta, la joven mujer casada que tiene un furtivo encuentro sexual en el tren que la lleva a Toronto, donde va a encontrarse con un hombre que la trajo a casa de una cena en la que había bebido demasiado. También, está la madre de Caro, una niña a la que parece costarle aceptar que su madre la haya sacado del confortable hogar familiar para empezar una nueva vida en una caravana a la orilla de un bosque, con un actor algo hippie al que la idea de paternidad responsable le viene algo ancha.

En su mayor parte, estos personajes son héroes de lo cotidiano, como el conmovedor policía del turno de noche de Maverley, que ofrece a la joven Leah, la hija adolescente de unos granjeros pobres y ariscos, una primera impresión de lo que pueden ser sus posibilidades en el mundo exterior, al contarle las descabelladas anécdotas que tienen lugar en las películas del cine del pueblo, que sus padres le prohíben ver.

Estos héroes anónimos muchas veces se enfrentan a momentos decisivos en los que deben tomar decisiones que transformarán sus vidas, y las de las personas en su entorno. Es el caso de Jackson Adams, el joven soldado que regresa de la guerra a su pueblo natal y a unos kilómetros de la estación decide saltar del tren en marcha en una curva lenta y empezar una nueva vida allá donde el azar le lleve. También está la valiente Dolly, que huye de su casa para evitar ser testigo de la posible infidelidad de su marido.

El tema de la supervivencia en un mundo extraño y poco favorable está acentuado en la historia de Oneida y el chico con el labio leporino, en su juventud tan alejados en el espectro social, pero cuyas vidas acaban convergiendo amarga y entrañablemente a un tiempo. El miedo y el sufrimiento que sienten, atrapados en una vida cuyos códigos no supieron a tiempo descifrar, es palpable en el caso de Dawn, un ama de casa atrapada en un opresivo matrimonio y que sueña con una vida social más gratificante, en la que no falten el arte, la sensibilidad, el gusto por lo superfluo.

Finalmente, una de las historias más hipnóticas y conmovedoras es la de Vivien Hyde, la maestra de escuela que acepta un trabajo en un sanatorio para niños tuberculosos a la orilla de un lago. ¿Encontrara allí su destino, junto al doctor Fox, que le ofrece ir a leer algunos de sus libros por las tardes, junto a una estufa eléctrica, en su pequeña casa abuhardillada?

Muy frecuentemente, al terminar de leer cada una de estas historias, que podrían considerarse mini-novelas, en un giro inesperado, sentimos que necesitamos volver al principio, para seguir las pistas que nos fueron dadas y que nos pasaron desapercibidas, para descubrir aquellos momentos en los que la explicación de todo se hacía ya palpable, pero que nuestros poco avezados sentidos ignoraron, pues la maestría de Alice Munro como narradora de historias es tal que en sus relatos la realidad fluye, como en la vida misma, imperceptiblemente preñada de significados.

Nota: Esta vez me he encontrado con una traducción recomendable realizada por Eugenia Vazquez Nacarino, a la que solamente he tenido que hacer 166 correcciones que no revestían gran gravedad.

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Friday 6 December 2013

El misterio en torno a la caída de Ana Bolena persiste


Habría querido leer Bring Up The Bodies consecutivamente a Wolf Hall, pero una serie de lecturas estivales se interpusieron. Sin embargo, mi memoria de la primera novela de la trilogía sobre Cromwell me permitió sumergirme en la lectura de la segunda sin experimentar dificultades, conocedora ya del gran elenco de personajes. Muchos críticos anglosajones han señalado que Bring Up The Bodies puede leerse de por sí, sin haberse acercado antes a Wolf Hall. Yo no estoy de acuerdo. En Bring Up The Bodies se da por supuesto que ya conocemos a los personajes de los que se habla, y la acción da comienzo in media res, durante la estancia de Enrique VIII, Cromwell y su séquito en Wolf Hall, la residencia de la familia Seymour.

Con todo, y a pesar de este espíritu de continuidad, en mi opinión Bring Up The Bodies no es sino una sombra de lo que fue la novela inaugural de la trilogía. La mayor parte de los temas de Wolf Hall meramente se repiten, y en esta segunda ocasión palideciendo ante la comparación – la representación del carácter de Cromwell, que llena al lector de admiración y un sentimiento de complicidad en Wolf Hall, se vuelve repetitiva y hueca, al tiempo que la genialidad de su figura se diluye mientras éste se deja atrapar por las intrigas de las familias descendientes de los Plantagenets, Henry Courtenay, los Montague y los Pole, que simpatizan con la fe católica y con la princesa Mary y albergan la esperanza de que el interludio reformista se disuelva con el final del matrimonio con Ana Bolena. A título personal, y sin que medie una consideración de las valoraciones históricas de la parte que Thomas Cromwell pudo haber tenido en la caída de Ana Bolena, una cuestión en torno a la que impera la especulación, desde el punto de vista del lector de la novela parece poco realista que el gran reformista Cromwell, que se hizo a sí mismo junto a Ana, decidiese prestarse a tomar parte en una conjura católica, incluso con el fin de, de esta manera, satisfacer al Enrique VIII que, insatisfecho por que La Bolena no le hubiese dado un heredero varón, se enamoriscaba de la recatada – en tantos aspectos de su carácter opuesta a Ana Bolena – Jane Seymour. Sin embargo, entre los cargos contra Cromwell que le condujeron a su ejecución – momento que será narrado en la tercera novela de la trilogía – estaba el de preparar clandestinamente una boda suya con la princesa Mary. Las interrogaciones en torno a la figura histórica de Cromwell persisten, pero en lo que respecta a la verdad poética de esta novela, la caracterización de Cromwell, de las motivaciones que pudieron haberle llevado a intrigar contra Ana Bolena, no deja de parecer bastante poco convincente.

Por otro lado, en esta segunda novela Cromwell carece de antagonistas creíbles, como en su momento lo fuera, en la primera novela – un antagonista a la altura de Cromwell – el insobornable Tomás Moro. Los cuerpos a los que se refiere el título son los de los cuatro amantes de la reina que son ejecutados: Henry Norris, William Brereton, Francis Weston y el músico Mark Smeaton. Las caracterizaciones de todos estos, exceptuando quizás la de Mark, adolecen de falta de profundidad. Se presentan los tres primeros como simples cortesanos galantes, y a nuestros ojos, cada uno de ellos podría ser intercambiable por el otro. Además, la motivación psicológica detrás de la elaboración de la venganza de Cromwell contra este grupo se refiere como su rencor por la parte que estos cortesanos, junto con George Boleyn, el hermano de la reina y también su amante, tuvieron en una representación teatral que es descrita en la primera novela de la trilogía, Wolf Hall, en la que cada uno de ellos agarraba al ya muerto cardenal Wolsey por una extremidad para conducirlo al infierno. Según el diseño de Mantel, Cromwell habría guardado los detalles de esta representación en su retina y su parte en la persecución y ejecución de los amantes de la reina, otrora enemigos de su mentor y protector Wolsey, respondería un personal ajuste de cuentas. De nuevo, corresponde al lector decidir si parece realista que la veneración de Thomas Cromwell por el cardenal llegase al extremo de sobrepasar su identificación con los aires de cambio que Ana Bolena trajo a la corte inglesa.

Como consideración final, en esta segunda novela no aparecen algunos de los elementos que dotaron de mayor profundidad a la primera, como las referencias escatológicas al posible origen mágico de los Tudor. Se mencionan algo los rumores de brujería de Ana Bolena, sobre todo por parte de un rey Enrique ansioso por encontrarle objeciones a su matrimonio con ella, pero sin que dejen de ser estos considerados como meros rumores sin fundamento o la sustancia de bromas privadas. La Ana Bolena de Bring Up The Bodies es un personaje que aparece mayormente en las conversaciones o en los pensamientos de los otros. No sabemos a ciencia cierta si le fue infiel al rey, pero esto es lo que señalan los crecientes rumores y las declaraciones de sus propias damas.

A pesar de todos estos pormenores, Bring Up The Bodies no deja de ser una novela rica, y una lectura necesaria para todo aquel que amó Wolf Hall. Importantes temas aparecen necesariamente reflejados constantemente, como la cuestión de la legitimidad de la voluntad real, aun cuando ésta sea constantemente voluble. Dice Henry hacia el principio de la novela:

“Dios no permitiría que mi placer fuese contrario a sus designios, ni que mis designios quedasen bloqueados por su voluntad.”

Nos queda, pues, aguardar una tercera parte en la que el genio del espíritu de Cromwell no se vea ensombrecido – por las incertidumbres en torno a su verdadero papel en la caída de Ana Bolena – y vuelva a brillar tan intensamente como lo hizo en la primera entrega de la trilogía.

Saturday 9 November 2013

El broche

Depositó los cubiertos sobre la mesa. El plato rebosante de pastel de carne había desaparecido en el interior de su estómago. Le había enseñado a preparar la receta su amiga de Lancaster, Annie, una joven maestra de literatura aficionada a la cría de pájaros. Su recién publicado libro, El éxtasis de la generación del 27, con cubierta amarilla y gruesas letras impresas negras, apartado a un lado de la mesa de la cocina, sobre el mantel de cuadros, aún conservaba el plástico. Lo primero era fregar y adecentar la cocina. Después, tumbarse con el libro en el jardín. Mientras frotaba los cacharros, recordaba la atmósfera de adulación y soberbia del departamento de español. Había resultado duro traer este libro a buen término, ella sola, pero al fin el esfuerzo había merecido la pena y ahora ya no tenía sentido prolongar su asociación con la universidad. Había elegido regresar a esta vieja casa llena de libros y cachivaches que le habían cedido sus abuelos y en la que Pedro la esperaba.

Junto a Annie, con la que había compartido una sencilla casa de dos pisos en la ciudad y con un jardín minúsculo lleno de jaulas de pájaros, había ideado el juego del anaglifo inglés. Se trataba de, al modo de los poetas españoles de aquel tiempo que se ocupaba en estudiar, inventar asociaciones insólitas de tres palabras, pero en inglés, la segunda de las cuales debía ser invariablemente hen. The drawbridge, the hen and… the potato! Así había aprendido algunos vocablos ingleses curiosos, como cubby-hole y foothill. Annie era una mujer joven, alta y desgarbada, con una melena castaña indomable y una nariz respingona de lo más simpática. Era muy eficiente tanto en sus clases como con las tareas de la casa, pero solía arrastrarse por los pasillos sosteniendo una taza de café con su huesuda mano y los ojos desorbitados por la falta de sueño. Además de enseñar ayudaba a sus padres en su pub de vez en cuando, y los ratos que le quedaban libres tras preparar las clases y corregir los ejercicios de sus alumnos los pasaba entre sus pájaros en el jardín o en un pequeño cuarto sin ventanas en el que se dedicaba a construir jaulas de bambú. Las que no utilizaba para sus crías las vendía en la red a otros complacidos amantes de las aves, y alguna vez le había llegado algún pedido de algún lugar disparatado por lo, para ella, exótico, como Madagascar o Perú.

Pero aquellos días grises en los que había escrito y leído denodadamente bajo la luz mortecina de Lancaster que se filtraba a través del ventanal de su dormitorio se habían ido, y el fruto de aquel tiempo, este libro, su pequeño tesoro de papel, reflejaba ahora con entusiasmo los rayos seguros del sol de esta primavera gallega de Cervás, como si aquel grupo de poetas bruñidos por el sol que soñaban con una Andalucía gongorina no se hubiesen propuesto nunca abandonar el país cuya luz, más resonante que la de Albion, les era natural.

Cuando hubo dejado su plato, los cubiertos, el vaso y los diversos utensilios que había utilizado en la elaboración del plato sobre el escurridor, conteniendo el refulgente brillo del sol en cada gota, se secó las manos en el mandil y luego se lo sacó cuidadosamente y lo colgó de un gancho en la pared. Al pasar junto al frutero cogió una manzana roja al azar con una mano, y con la otra asió el libro y con esa ligera carga se dirigió con un aire grácil hacia la doble puerta acristalada, abierta de par en par, que comunicaba con el jardín anterior, sus sandalias desabrochadas resonando al contacto de las losas de terracota.

El aire cálido que bañaba la hierba y las hojas todas de los árboles se depositó sobre su piel. Llevaba un vestido veraniego estampado con diminutos cuadraditos azules y blancos, con mangas abombadas y unos bordados en fino hilo azul en torno al escote.

La silla plegable de madera estaba casi al fondo del jardín, bajo los frutales. La cubría una mantita calada de gran colorido que había calcetado con Camila en su tienda Contrapunto, una reducida habitación de piedra al final de una calle angosta en la que se vendían lanas y telas para hacer quilts de patchwork. Mientras mordisqueaba la manzana fue pasando cuidadosamente las páginas de su libro, atenta a posibles errores de impresión. El grosor y la rugosidad de las hojas en esta edición de tapa dura le parecieron muy agradables al tacto, y el tono levemente amarillento del papel invitaba a la lectura tranquila. La relación con el supervisor de su investigación había dejado bastante que desear desde un principio, pero lejos de desalentarse, Rosa había contactado con dos o tres hispanistas que trabajaban en diversas universidades británicas, y al fin una vivaracha profesora irlandesa de una universidad londinense había accedido a discutir el tema de su investigación en la cafetería del campus. Tras un viaje en tren no muy largo, Rosa se había encontrado con una eficiente y simpática mujer que debía acercarse a los cuarenta, con los ojos chispeantes y largos rizos del color de las avellanas. La recibió, en su despacho, donde los libros se apilaban en todas las esquinas y sobre pequeñas mesas y taburetes, e incluso algunos yacían desperdigados sobre un coqueto sofá rosa de dos plazas.

–Necesitamos espacio – había exclamado Lynn con un guiño mientras se envolvía en una gastada capa gris, y la había conducido a la zona de reuniones de los estudiantes, donde en poco más de media hora, mientras se tragaban un típicamente aguado café inglés y un bollo, Rosa había llegado a dilucidar la base teórica desde la cual tomaría rumbo su investigación. Y sin embargo era el nombre de su siempre excesivamente ocupado supervisor de Lancaster el que había tenido que incluir en su nota biográfica. No siempre firman los trabajos aquellos que han tenido un papel más relevante en llevarlos a buen término.

Se perdió en una referencia al Cancionero musical de Barbieri y los ojos comenzaron a entornársele. Sentía un leve ardor reconfortante que se extendía hasta las yemas de sus dedos. Era como estar encendida por dentro, aquel dejarse caer en una de las primeras tardes verdaderamente sofocantes del año.

Cuando se dormía casi nunca soñaba nada, y así se dejó estar, inerte, ni en este mundo ni en el de más allá, durante una fracción de tiempo que se le hizo imposible determinar, hasta que la despertaron los excitados ladridos de la perrita de su vecina, una cocker spaniel marrón a la que al parecer Camila estaba salpicando con una manguera.

–¡Chata, no te me vayas! ¡Mira cómo te mojo!

Camila era una hermosa joven madrileña de veintidós años – su cabello rojo y rizado y sus numerosas pecas la hacían parecer extranjera – que había llegado a Ares atraída por la belleza de la comarca y con la intención de mudarse y abrir un negocio de punto, su pasión – en Ares no había ninguno. Pero había preferido fijar su morada allí en la parte alta de Cervás, y Rosa le había alquilado la casita roja que era contigua a la suya y que, al morir su tía abuela Rita sin descendencia, había quedado para ella.

La casa original, y la más grande, lo era la suya, la casona verde, que se había construido en tiempos de sus tatarabuelos. El hijo de ellos, su bisabuelo Tomás, que fue un importante empleado de Correos en la vecina villa de Mugardos, hizo construir la casita roja, contigua y más pequeña, para dársela a la menor de sus hijas, Rita, quien nunca se casó, prefiriendo vivir de su trabajo bordando mantelerías, que tenía mucha fama. Mientras la casa verde era proporcionada y regular, la casita roja era toda ella un reto a la imaginación, que se acentuaba por el hecho de que el terreno sobre el que se asentaba sufriese una marcada inclinación. Así, podía accederse al piso de arriba subiendo a pie hasta la parte de atrás, rodeando la casa por la empinada cuesta que la abrazaba con la efusión de un amante telúrico, pues podía decirse que la colina misma se tragaba a la casita roja. El piso bajo constaba de una reducida cocina que parecía de juguete, cuyas lacenas estaban pintadas de color rosa, mientras que la cocina de fogones y las paredes eran azul claro y la mesa y las cuatro sillas de un verde pálido. Había un pequeño baño con ducha contiguo, y una oscura escalera conducía a las tres únicas habitaciones del piso superior: la alcoba, una sala con un banco, un sillón y un aparato de televisión y, mirando hacia el huerto trasero, un misterioso cuarto que hacía las delicias de los niños porque en él se almacenaban los baúles llenos con las extravagantes prendas que Camila se confeccionaba para sí misma – no compraba apenas ropa comercial – además de ovillos sueltos de lana de todos los colores y telas con los más originales y exóticos estampados.

La despertaron de su letargo unas voces infantiles, dulces y resonantes, que se alzaban entre el susurro de las hojas y el piar distante de los pájaros, desde el camino que recorría la parte trasera de la casa.

–Mamá, me aprieta la sandalia.

La voz de Clara, la hija mayor de Virginia, que llevaba la pequeña tienda de comestibles de la aldea, se trasladó con infantil arrojo a través de los árboles y por encima de la casa. De un salto, Rosa se incorporó de su silla y se echó a correr con saltos cortos hacia el camino.

Clara se volvía con un gesto de dolor hacia su madre. Llevaba el pelo trigueño recogido en dos flojas trenzas. Al tiempo, la pequeña Isabel, de quince meses, en los brazos de Virginia, emitía un gritito agudo. Ma, maa… Clara continuó mordisqueando un albaricoque, cuya piel está ensombrecida por algunas magulladuras, con un mohín. Con la mano sujetaba descuidadamente una larga rama como si fuese una espada.

Virginia Santos apareció detrás de uno de los frutales con el bebé, caminaba arrastrando los pies y con un dedo se ladeó el sombrero de paja adornado con un llamativo lazo verde. Una leve brisa hizo caer dos hojas del níspero sobre su vestido.

–Nos alegra verte – dijo Virginia sin perder de vista a Claudia, que inspeccionaba atentamente su vara. Ha insistido en que diésemos un paseo antes de la cena. Además, quería verte para felicitarte por tu libro.
–¿Es cierto que os vais de Cervás? – Rosa dejó caer la pregunta con un profundo suspiro. Si el pueblo realmente se iba a morir, entonces ella tenía que quedarse allí para atestiguar su clausura. Al tiempo, los rayos de la tarde se empezaban a estirar en el horizonte. Los campos hacia el sur exponían su panza redonda para que la dorase el sol. Claudia se entretenía arrancando hojas verdes de los arbustos. Rosa pensó que a la gente no le gustaba leer libros sobre poesía.

En estos días no hay tiempo para el sentimiento. Nos alimentamos de historias, no de pensamientos. Libros, cuentos, cuchicheos… también las noticias que aparecen en los informativos son narraciones. Entran en la imaginación popular con la fuerza del espanto, dejan una marca intangible y tan pronto como han venido se van, dejando apenas rastro, plantando una desazón. Vivir aquí en el pueblo es más una poesía que una novela. Ahora, la familia Santos abandonará todo esto. Se trasladarán a la ciudad, a un sobrio apartamento, y empezarán a sucederse los acontecimientos. Sus vidas adquirirán un rumbo. Mientras que aquí, en esta casa a espaldas del mundo todo es un reflejo de otra cosa.

–Echaremos el pueblo de menos, pero las niñas empiezan el colegio en Ferrol este curso – los ojos de Amelia se exaltan, conteniendo la emoción – cerraremos la casa en invierno pero la abriremos en verano. No nos iremos del todo.

La puerta trasera de la casita roja se abrió por completo en aquel instante y Camila, risueña, impresionante como siempre, ataviada de verde con un vestido que le llegaba hasta las rodillas, los hombros pecosos cubiertos con un chal color vino sujeto por un broche, las manos enharinadas, surgiendo toda ella vaporosamente de entre las notas de una sinfonía de Schumann que se desprendían del interior, comenzó a descender los diminutos escalones de madera oscura que llegaban desde la parte posterior de su casa hasta el camino.

–¡Qué hermosas están las niñas! – la perrita comenzó a seguirla escaleras abajo agitando excitadamente la colita.
Clara gritaba el nombre de Camila alborozada. Rosa se aclaró la garganta.
–¿Preparabas una tarta?
–Solamente un bizcocho de nata para el desayuno–. Con una amplia sonrisa pellizcó el moflete de la pequeña Isabel.
–Tienes que traernos más tartas tartas de arándanos– dijo Virginia. –Ya sabes que siempre se nos acaba en la tienda–.

El pueblo de Cervás se había aficionado con desmesura a la tarta de arándanos de Camila. Los arándanos los cultivaba ella misma en su huerta, junto con algunas frambuesas.

–Mañana pongo tres al horno–. La cocina de Camila, una cocina rústica inglesa modelo Aga, tenía cuatro hornos. –Los arándanos se han dado muy bien este año y ya tengo algunas bolsas en el congelador–. Se volvió a Clara. –¿Contenta de empezar en el nuevo colegio?
–¿Ese broche que llevas lo hizo papá?– preguntó la niña a su vez. No le gustaba pensar en el colegio.

Camila se palpó el broche levemente con el índice de su mano izquierda. Manuel Arenas, el joyero de Ares, un hombre delgado y barbudo que siempre vestía de negro, había pretendido confeccionar un collar con dos colgantes idénticos, dos sirenas. Pero, al descubrir Camila su trabajo, le había convencido de que abandonase su plan y transformase los medallones en sendos broches exactamente iguales. Los compró y regaló uno de ellos a Rosa, que había guardado el suyo en su mesita de noche y aún no lo había estrenado. Así estarían hermanadas, ésta había sido la intención de Camila, agradecida por la amistad de Rosa, por los tres años que le había hecho posible vivir bajo alquiler en la peculiar casita roja.

–Tu papá hizo este broche, y uno igual para Rosa. Me lo he puesto hoy porque al levantarme vi que los pájaros daban saltitos entre la hierba bajo el sol, y sentí desde entonces que el día de hoy prometía algo importante. Que algo grave y hermoso iba a ocurrir, y que necesitaba estar adecuadamente ataviada para ello.

Camila era prácticamente una recién llegada, en efecto. Su natural extravagancia, su coqueta alegría y su manera de vestir y lucirse colina arriba y abajo por los caminos de Cervás la hacían asemejarse a una mariquita posada sobre una hoja. Otorgaba la nota de estridente color, su diferencia, al verde paisaje que le servía de decorado. Su abundante cabellera de rizos rojos era ya de por sí un reclamo: los pájaros en el cielo, los gatos vagabundos y hasta los pequeños insectos seguían sus movimientos por las laderas de Cervás y sus contornos. Frecuentemente caminaba, otras veces se desplazaba en bici o en su furgoneta, esto último cuando iba a Ares o a Ferrol, de compras, o cuando necesitaba traerse materiales superfluos de su tienda a su casita roja.

Camila hablaba y jugaba con las niñas y Rosa contempló su broche. Se sentía culpable porque nunca aún había lucido aquel regalo tan especial de Camila. ¿Por qué ésta se lo había puesto hoy? ¿Había algún motivo además de esa corazonada mañanera de que había hablado? Lo cierto es que Rosa se había dejado el suyo medio abandonado, envuelto en un fino paño azul, en el fondo de su cajón. Se fijó en el broche de Camila porque hacía tiempo que no había desenvuelto el suyo para contemplarlo, de hecho casi había olvidado su existencia. La sirena estaba desnuda de la cabeza a la pantorrilla, donde el cuerpo dorado se convertía en una cola de escamas hecha con esmalte turquesa – sereno como la superficie de una playa mediterránea – y cristal azul intenso, profundo como el fondo de un océano revuelto.

El cabello, también de oro, aparecía ondulado y extendido en torno al rostro en un círculo perfecto. La sirena del broche de Camila, como la suya, parecía yacer dormida. En realidad no están muertas, son ciegas. Pero ellas no lo sabían, Camila y Rosa. Consideraban que sus sirenas dormían. Los finos brazos, pegados al cuerpo, se convierten en sendas alas enormes, también, como la cola, azules como todos los mares y todos los océanos.

Tras devolver a la pequeña Isabel, que gorjeaba feliz, a brazos de su madre, Camila tomó aire, llenando sus pulmones. Una mariposa se posó en una flor, a su lado. Virginia se dirigió a Camila.

–Ayer enviamos el medallón de la dama del bosque a tu amigo George, a su casa de Inglaterra. Manuel lo considera su obra maestra. George insistió tanto en que debía tenerlo que antes de irse cerraron el trato.

El medallón de la dama del bosque. A Rosa se le erizó la piel. Ella conocía su historia quizás mejor que la de su propio broche, el de la sirena durmiente, el que le había regalado Camila y que nunca se ponía. ¿Por qué lo había comprado George? Intuyó que George tenía que haber insistido mucho, o realizado una suculenta oferta, para que Manuel hubiese cedido, pues conocía la carga emocional que aquel medallón, su “gran obra,” acarreaba para Manuel.

Rosa se sentía incapaz de mirar a Camila a los ojos. Se sentía avergonzada por haber olvidado el broche en el cajón todo este tiempo, por no haberlo lucido ni una vez en todos los meses que habían transcurrido desde que ella se lo había regalado. Por otro lado le parecía un misterio que Camila se lo hubiese puesto hoy. ¿Cuál iba a ser aquel acontecimiento, entre grave y hermoso, que ella había intuido? ¿Pretendía Camila decirle algo a ella con este gesto? ¿Quizás reprocharle lo que, en efecto, no dejaba de ser cierto, que se había olvidado, prácticamente, del broche que las hermanaba? ¿Que ni siquiera estaba segura de que el broche siguiese allí, en el fondo del cajón de su mesilla de noche, entre los pañuelos de seda de colores, algunos caramelos y los collares de perlas cultivadas, algunos con las perlas coloreadas, como había sido la moda en Inglaterra en los años en que estudió y trabajó allí?

Se quedó callada, sumida en un profundo silencio, y se sintió de repente muy avergonzada, un punto de rubor le asaltó a las mejillas, la mente la tenía fija en una idea que la atormentaba, como a veces le ocurría, con gran inconveniente para ella, en determinadas ocasiones sociales, especialmente si algo sucedía de manera diferente a como lo habría anticipado y la dejaba sorprendida, contrariada, con ganas de que se la tragase la tierra, de desaparecer, de correr a su dormitorio y ocultarse bajo el cobertor.

Por suerte, la conversación se había desplazado al medallón de la dama del bosque, ya no hablaban las niñas de la sirena muerta. Ya era sólo ella la que no podía apartar la vista de aquellos ojos cerrados, ese cuerpo desnudo, el cabello revuelto, las alas recogidas con contención. Tenía que haber una razón por la que Camila le había regalado un medallón tan esotérico, que las hermanaba en una muerte acuática, marina. Pero ni cuando se lo regaló ni mucho menos en este momento en el que la confusión le atenazaba los sentidos, había sido capaz de dilucidarlo.
–George… –gritó Clara. –George no lo sabe, pero papá construyó el medallón de la dama del bosque con unas piedras mágicas que traen mala suerte.

Su madre Virginia, que le sujetaba una mano mientras con la otra sostenía al bebé, la reprendió suavemente.
–Papá no utiliza piedras mágicas. Las piedras mágicas no existen, y menos las que traen mala suerte. Todas las piedras son buenas, vienen de la naturaleza.
–¡Sí! ¡Me lo dijo a mí!– gritó la niña. –¡Son las piedras con las que hizo los árboles!
–Creo que es mejor que nos vayamos– dijo Virginia secamente. –Las niñas tienen sueño. Necesitan darse un baño y cenar.

Tras despedirse con cierta efusión de Camila y Rosa, Virginia y sus dos hijas desaparecieron camino abajo hacia la plaza del pueblo, donde tenían su casa, un piso de cinco habitaciones sobre la tienda.

En ese momento la perrilla gruñó y comenzó a mordisquearle a Camila los tobillos, y ésta recordó que se había dejado el bizcocho en el horno. Musitando una despedida rápida y haciéndole un guiño a Rosa, Camila voló escaleras arriba posando sus pies casi imperceptiblemente en los pequeños peldaños, seguida por los ladridos excitados de Charito.

Rosa se quedó sola allí al pie del camino. Cerró los ojos un momento y dejó que la penetrara el siseo de las hojas de los árboles. Sintiéndose un poco más tranquila y distendida, volvió sobre sus pasos al jardín delantero de la casa, que en realidad quedaba a un lado de la carretera.

Se introdujo en la cocina para prepararse una taza de té. Era plena tarde y el sol brillaba cálido. Se le habían enrojecido los brazos desnudos y los pómulos mientras hablaba con las chicas junto al camino.
Levantó la tapa de la tetera y comprobó que ésta estaba vacía. Comenzaba a sonar el concierto en re mayor de Stravinsky, el dulce vaivén del violín que precede a la aparición de la orquesta, y le reconfortó ver que reinaba un cierto orden en la estancia. El fregadero reflejaba la luz de la tarde, reluciente. Junto a él, en la encimera, un par de cebolletas se apilaban una sobre la otra dentro de un frasco de cristal. De un vaso sobresalían unas hojas de hinojo. Los platos yacían alineados en sus rejillas, las tazas y los vasos reposaban tras las vitrinas del armario.

Rellenó el hervidor con agua y presionó suavemente el interruptor. Levantó bruscamente la mirada y la dirigió al jardín – una leve brisa transportaba el perfume de los ranúnculos por la puerta abierta de par en par –, y luego más allá, sobrepasando el vuelo de los estorninos, hacia el nacimiento del bosque. El corazón le dio un vuelco al embargarle el recuerdo de aquel anochecer en que regresó de Lancaster y salió al encuentro de Pedro en el bosque, siguiendo el rastro de unas fresas silvestres. Si al menos yo pudiera recuperar aquella punzada de nostalgia por lo por vivir…

Sus ojos descansaron, abstraídos, posándose en las ondulantes tiznas de sol que bañaban la hierba. Más allá, desde lo alto, lo más profundo del bosque se agitaba quejosamente emitiendo un murmullo animal que se le hizo familiar inmediatamente. Nosotros somos lo que ves ahí fuera, ésas habían sido sus palabras. Cuando se trasladaron a la casa verde, al principio le atemorizaba la cercanía del bosque. Pedro la ayudó a ser valiente. Le hizo ver que el bosque podía ser, para ella, lo que ella quisiera hacer de él. Su compañero, que por las mañanas le acercaba el rumor de vida que transportaban las aves madrugadoras, por el día la invitaba a internarse en largos paseos y por la noche la mecía en su sueño plácido con el sibilante tremor de las copas de sus árboles que se colaba por el ventanal del dormitorio que compartían. Rosa había empezado a comprender que ella podía hacer que el bosque se adaptase a sus necesidades.

Se acordó de aquellas mañanas, al comienzo de su regreso, en que creyó que el tiempo atmosférico de Cervás respondía a su estado de ánimo y predecía acontecimientos personales en su vida. Una mañana encapotada en la que corría una ligera brisa la persuadía de abrir el ventanuco del estudio y ponerse a escribir. Atrás, en el invierno, cuando el viento se arremolinaba vengativo en el jardín podía anticipar que llegaría uno de esos correos que escribía Pedro con los nervios de punta para ventar sus agravios con el personal del departamento de la universidad del sur a la que había sido invitado por dos trimestres. Y lo cierto era que cuando no era así, cuando quería sol y paseos y el día se empecinaba en mantenerse gris, aunque cálido, como sugiriendo que encerraba la promesa de algo mejor que iba a resistirse en otorgar... Pues en esos días se sentía profundamente contrariada, y no era raro que antes de la hora de cenar hubiese perdido los nervios respecto a cualquier nimiedad, como que la leche quemada se pegase al cazo o que por enésima vez su gata persa crease un desbarajuste entre sus papeles.

La despertó de su ensoñación el silbido del hervidor. El agua ya bullía. Volvió la vista al reloj redondo que colgaba de la pared. Lo compraron en una mueblería escandinava y ella insistió en que debía tener los números romanos, por lo que se quedaron con un modelo en el que la numeración, en negro, se destacaba sobre un fondo del color de un pergamino antiguo, enmarcada toda esta estructura en un círculo de cristal transparente verde. Comprobó que eran las 16:30. Pronto llegará Pedro.

Reprimió un levísimo temblor al pensar en la alegría que le supondría mostrarle a Pedro el libro. Se sentía exultante. Del aparador sacó dos bolsitas de té negro y las dejó caer junto a unas gotitas de leche y dos terrones de azúcar en la oronda tetera. Dispuso una taza y un platito sobre una bandeja y cruzó el fresco pasillo hacia la salita vecina para sentarse un rato mientras se hacía el té. Dejando la bandeja sobre una mesa lateral, se dirigió a la ventana que daba a la verja de la entrada y corrió las cortinas azules completamente. Bajo el raudal de luz que iluminó la estancia, descubrió a la gata durmiendo su siesta agazapada bajo la mesa. Sobre un brazo del sofá bermellón, algo arrugado, reposaba el periódico del día. El dibujo del rostro de Pedro con el ceño ligeramente fruncido se destacaba en la parte superior de su columna semanal. Se recostó sobre los cojines y dejó caer las sandalias sobre la mullida alfombra.

Empezó a beber pequeños sorbitos de té mientras se disponía a leer el artículo con parsimonia. Como ya había imaginado, la mención de la subasta para recabar fondos para el hospital se intercalaba con una serie de comentarios cáusticos sobre los poderes del gobierno regional. Le vinieron a la cabeza aquellas frases que Pedro repetía cuando primero supo de su existencia en la primavera de 2013… esta marea humana se alza a favor de la equidad… despejemos el horizonte que lleva a tantos jóvenes al pan y a la libertad… La gata profirió un silbidito ronco.

Me parece estar viéndolo… El tenía cuarenta años entonces y cierto aire de poeta trasnochado y ella dieciséis. Comenzó a aparecer en los medios de comunicación con motivo de la protesta contra la Ley de Educación. Varios profesores universitarios se habían unido para escribir un manifiesto y Pedro se erigió en su portavoz. Indagó sobre él y pronto supo que escribía, tenía dos novelitas de temática social en su haber. Su imagen desafiante, fuerte, su ancha espalda que parecía podría soportar un mundo, además de la sensibilidad que dejaba traslucir la melancolía algo inquieta de sus ojos la conmovieron. Sintió en aquel entonces, ella y muchos otros estudiantes, y sobre todo después, cuando se convirtió en su alumna en la universidad, que hablaba por todos ellos. Su murmullo heroico, pues siempre tuvo un hablar que surgía como entre suspiros, comenzó a hacérsele familiar a toda la gente de la ciudad. Pronto pareció impensable no interpretar cada acontecimiento bajo el halo de su prisma. La opinión pública se convirtió en una fiera que no se resistía a ser amaestrada. Los estudiantes sobre todo, pero también algunos mayores, aquellos que en su juventud habían fracasado en su intento de cambiarlo todo, se dejaban someter de buen grado al influjo de su personalidad.

Cogió la taza y se la llevó hacia el escritorio improvisado de la estancia, una mesita que habían empujado contra la pared y mostraba cierto desorden. Allí se encontraban algunos papeles y bolígrafos, el iPad, un retrato de sus padres, y, en una esquina, una planta de albahaca. En la pared, a cierta altura sobre la mesa, había colgado un cuadro por el que sentía cierta predilección. Se trataba del retrato de espaldas de una mujer morena, que aparecía levemente inclinada sobre un balcón de hierro forjado negro que daba al mar, con la vista aparentemente perdida en el horizonte marino. El cielo y el mar y el propio atuendo de la mujer exhibían toda la gama de los colores del azul, desde el blanco al púrpura. El cabello ondulado y revuelto, negro, que sobresalía de una pamela pajiza, parecía reproducir las misteriosas profundidades marinas. El cielo no contenía ni una nube, pero la sugerencia de una pertinaz niebla había tamizado su tonalidad hasta hacerlo parecer de color violeta, como las ropas de la mujer. Todo era el mar, y todo era el cielo, y, sobre todo, todo era la mujer. ¿Se trataría de ella misma o se trataría de una amiga, la mejor, la que siempre había deseado tener y que la aguardaba, posada sobre un mismo balcón, contemplando un mismo mar solitario?

Cuando llegaba de la cocina con una taza de leche fría, en primavera, y contemplaba el cuadro de camino a la silla, le gustaba fantasear en qué mujer se habría convertido si hubiese crecido junto a aquella otra orilla, la orilla de un mar diferente, distinto a su océano estrepitoso y profundo, un mar quizás como el que había conocido Pedro durante su estancia en aquella universidad de provincias en la otra punta del país. Cuando oscurecía solía dejar sólo la luz de la lámpara de lectura prendida, y en esas ocasiones, cuando alzaba la vista al cuadro parecía que allí también había caído la noche y que el mar se revolvía ocultando algo tétrico e inimaginable. Quizás aquello era lo que la mujer pretendía encontrar fruto de su perentoria vigilancia.

Ella no esperaba realmente que Pedro sancionase su libro. Había sido el fruto de un esfuerzo propio. Cuando estuvo en la Universidad de Lancaster se desligó de todo lo que Pedro le había enseñado. Es como si hubiese descubierto, aislada en la ardua tarea de investigación, que allí se encontraba un hilo que la conectaba con un recóndito recoveco de su sentimiento estético, un lugar anterior a Pedro y a la universidad, el sitio del que había surgido su primera relación con las palabras. En un principio le había supuesto un gran esfuerzo lidiar con el torrente de posibilidades conceptuales y expresivas que se le presentaban. Había una fuerza atroz y arrolladora en las ideas que surgían por doquier y que intentaba reducir a una plasmación escrita más o menos coherente. Luego, después de algún sufrimiento, su manera de entender el objeto de su estudio adquirió forma y las palabras comenzaron a obedecer a los conceptos con asombrosa ductilidad.

El té negro con leche estaba ya templado y dio dos grandes sorbos. Cruzó las piernas y se dejó pasar la mano levemente por el pelo mientras sacudía ligeramente la cabeza. Hacía mucho tiempo que Pedro no hablaba de poesía en sus columnas. De hecho ya no la escribía y apenas la leía. La había abandonado para concentrarse en sus novelas y en sus clases. Los poemas de Pedro, cuando alguna vez ojeaba alguno furtivamente, pues sabía que a él no le gustaba que ella hiciera eso, la invitaban a figurarse a un Pedro joven al que nunca llegó a conocer, un chico en los albores de la vida adulta, entusiasmado ante la posibilidad de cambiar al mundo… sin necesidad de cambiarse a sí mismo. Pedro había trasladado todos sus libros de poemas, así como algunas de sus lecturas favoritas de juventud, novelas de Thomas Hardy y de Miguel Delibes, al desván, y allí dormían aquellos libros una siesta eterna entre el fuerte aroma que provenía de los arcones de manzanas, hasta que, alguna vez, a Rosa se le daba por acercarse por allí, soplar el polvo depositado sobre alguna cubierta, y abrir una página al azar. En aquellos momentos de íntimo secreto, acuclillada en el desván, con un vestido y un mandil, repasando algún viejo poema mientras el sofrito se hacía en la cocina, sentía una inusitada felicidad, amaba el hecho de que aquel fuera su hogar, el hogar que compartía con Pedro. Por siempre. Y sin embargo, había algo que no era válido, pero no podía señalar el qué.

El silencio había caído pesadamente en toda la casa. La gata dormía en un círculo de sol bajo la ventana. Fuera el sol continuaba su marcha intermitente, brillando aún con fuerza, hacia el ocaso de la tarde. El libro olvidado, medio cubierto por la manta de punto sobre la silla, se había quedado abierto por la última página que había consultado antes de oír las voces de Virginia y sus hijas en el camino de atrás.

No oyó llegar el coche de Pedro, ni siquiera se percató de cuándo subió las escaleras, ni sintió sus pasos, habitualmente pesados, al presionar las viejas tablas de madera del piso superior. Pero la puerta de su estudio se golpeó tras de él, quizás había cogido una corriente, y acto seguido sonó algo bajita la música de Johnny Cash desde aquella parte de la casa.

Se incorporó con un pequeño brinco y se dirigió al pasillo. Al borde de las escaleras, junto a la puerta, dejó las sandalias y se calzó sus zapatillas. Había decidido subir a echarse un rato. El dormitorio que compartían Pedro y ella era el primero que se encontraba al subir las escaleras. Tenía un ventanal grande que el sol bañaba toda la tarde. Al fondo, el pasillo se ensanchaba y formaba un cuadrado que daba paso a tres habitaciones, los estudios de ambos y un baño. A la derecha unas escaleras subían al desván donde almacenaban la fruta y otras cosas, sobre todo aquellos libros que ya no consultaban y de los que no se querían desprender, a pesar de que ya sólo Rosa se acercase a desempolvarlos de vez en cuando.

Rosa subió las escaleras pausadamente. En el rellano superior había una ventana en cuyo hueco había colocado una jarra con tulipanes naranjas y amarillos. Le apasionaba cultivarlos, compraba los bulbos en una gran tienda de jardinería en la carretera que iba a La Coruña. Eran lo primero que veía, en estas estaciones de primavera y verano, al salir de su dormitorio por la mañana, en dirección al aseo, quizás, o a beber un vaso de leche fría en la cocina.

Entornó la puerta de su dormitorio suavemente. De la estancia se desprendía una gran calma. Las ventanas de la casa no tenían persianas, sino contras, que estaban entornadas, dejando que sólo unos resquicios de luz iluminasen la estancia. En la habitación no había espacio para más que para la gran cama y sus mesillas, además de para un armario junto a la puerta de la entrada, en el lado de Pedro, y un tocador del que no hacía mucho uso, hacia su propio lado. Una gran alfombra gris sobresalía por debajo de la cama, sobre las tablas.

Rosa bordeó la cama y se sentó junto a su mesilla. Con un pálpito desacompasado empezó a tirar de la manilla del cajón.

Allí estaban sus pañuelos de seda, sus collares de perlas cultivadas de colores. ¿Dónde estaba el paño azul que debía envolver su broche? Palpó todos los contenidos del cajón nerviosamente con su mano izquierda. No había duda. Allí no estaba. Había desaparecido.

Puso su memoria a trabajar. Un día, sí, recordaba, hace mucho tiempo, casi después de haberlo recibido como regalo, lo había subido al desván consigo, en el crepúsculo, para ver si sus piedras brillaban en la oscuridad. Y sí habían refulgido el esmalte turquesa y sobre todo la piedra azul del color del océano, que formaban tanto las escamas de la cola como las alas. Nadar, volar. ¿No eran una misma cosa? Quizás las sirenas dormían – no sabía que estaban muertas – aburridas, sumergidas en un tedio infinito, porque se habían olvidado de que podían volar con sus alas y bucear con sus colas. ¿Cómo despertar a las sirenas? ¿Cómo despertar, al menos, a la suya? Debía sentirse responsable de su sirena, le había sido encomendada.

Y luego… ¿la había olvidado entre las manzanas y los libros, en algún arcón? Decidió subir a inspeccionar el desván en ese mismo instante. Cerró con cuidado el cajón de la mesita y caminó en torno a la cama y llegó hasta la puerta. Hizo girar el pomo con cuidado. No quería que Pedro supiese que estaba en el piso de arriba. Atravesó el pasillo de puntillas con las zapatillas en la mano, pues las tablas del suelo crujían mucho. Desde la ventana que había al pie de las escaleras que subían al desván, que estaba abierta, pudo ver que el sol, que se había hecho intensamente naranja, se acercaba hacia el ocaso.

Subió las escaleras del desván. Hacía tiempo que no había estado allí. Aquella habitación tenía una atmósfera y un silencio especiales. Parecía un lugar que no pertenecía al mundo que conocemos, sino a un mundo espectral rodeado de paz. Debía acordarse de subir más a menudo, aunque sólo fuera para leer acuclillada en el suelo, mordisqueando una manzana. Primero paseó entre los arcones rebosantes de manzanas y libros, algunas veces tomando un volumen en sus manos o cambiando alguna manzana de lugar. Al menos en la superficie de los arcones no se veía nada, sería cuestión de hundir sus manos entre la fruta y rebuscar. Pero no ahora. Era tarde. Debía prepararle la cena a Pedro. Estaría hambriento después de un día conferenciando.

Antes de volver a bajar se acercó al ventanuco que daba al jardín anterior. En ese mismo instante se puso el sol, pero ella no lo vio, pues el jardín anterior, como la cocina, como el estudio de Pedro, estaban orientados hacia el este. A la luz ya crepuscular que cubría aquellas comarcas dejó que su vista vagara por el paisaje. Los perfiles de las montañas y de las costas rocosas se desdibujaban, las ventanas de las casas lejanas sólo albergaban sombras.

Rosa volvió la vista a su propio jardín. Al fondo, bajo los frutales, estaban su silla reclinable y su colcha. No se oía a ningún pájaro. Su gata Amelia se paseaba perezosamente con el rabo bajo. Entonces miró hacia el jardín de Camila y la descubrió sentada en una silla haciendo punto casi a oscuras. Aguzó la vista y le pareció distinguir que aún llevaba puesto el broche, el broche idéntico al que ella había perdido, que sujetaba su fino chal. Le pareció que Camila miraba hacia su propia casa un par de veces, pues ambas casas estaban separadas por una tapia no más alta que una persona, a ambos lados de la cual las dos amigas solían conferenciar. En este momento Camila levantó las faldas de su vestido casi por completo, revelando sus pantorrillas, que eran sensuales y firmes como las pantorrillas de las sirenas dormidas. Dudó si llamarla, pero luego lo desestimó. A través del aire le llegó, como un murmullo, el tono lastimero y bronco del cantar de Johnny Cash. Pedro seguía en su estudio. Se había hecho tarde. Debía ir a preguntarle qué tal le había ido el día en su conferencia en La Coruña y qué le apetecía para cenar. Podría prepararle rápidamente unos macarrones gratinados. Se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos, olvidándose completamente de su sirena perdida.

Descendió por las escaleras del desván con rapidez. La puerta del estudio de Pedro quedaba justo enfrente y la abrió de golpe, sin llamar. La silla de Pedro, frente a la puerta, estaba vacía. Sobre el escritorio había depositado su bolsa de viaje, que todavía no había abierto. Pedro miraba por la ventana, hacia donde estaba Camila con la falda levantada, y en sus ojos había algo turbio, algo que parecía como nublarle la vista e incluso el entendimiento. Cuando Pedro se volvió y descubrió a Rosa, estática, la boca ligeramente abierta por la sorpresa, dirigió su mirada opaca hacia ella, y pareció que, desde algo que surgía de lo más profundo de su ser, la odiase.

Sunday 13 October 2013

Adiós a la Infancia


El trasfondo de la excelente novella de Marguerite Duras, El amante, es la precaria existencia de una familia de colonos franceses con pocos medios en la Indochina (actual Vietnam) de los años 30 del siglo pasado. La peripecia relata la manera en la que la protagonista, cuyo nombre nunca llegamos a conocer, consigue librarse de un destino poco propicio en Saigón, mediante una temprana relación sexual con el hijo de un millonario chino en la que se pone a prueba su capacidad de hacerse valer de su precoz intuición de sus armas de mujer. Ella tiene quince años y medio solamente cuando atraviesa el Mekong en un transbordador que va de Vinhlong a Sadec, llevando puesto un vestido blanco casi transparente, unas sandalias doradas de tacón alto y un sombrero rosa de hombre con una cinta ancha.

Esta imagen actúa como una visión poética recurrente. La novella está estructurada en una serie de fragmentos cortos introspectivos en los que los recuerdos de la narradora sobre un episodio crucial que marcaría un punto de inflexión en su vida, se desarrollan bajo el prisma de un inquisitivo sentir filosófico de gran lirismo.

Hasta cierto punto se trata de la historia de una justificación personal. La narradora, desde una edad que ya suponemos avanzada, se propone devolvernos aquella imagen que ella tiene de sí misma; como si alzase un espejo milagroso al pasado, en la novella se suceden una serie de estampas, escenas sólo parcialmente desarrolladas, intercaladas con comentarios dolientes por la amargura a la que la induce la memoria de un tiempo ya lejano pero que fue determinante para su formación como ser humano y como mujer.

La familia de la narradora reviste una gran importancia en su relato y conforma el marco en el que se desarrolla su ritual de maduración. El padre ya ha muerto cuando los hechos más relevantes de la historia tienen lugar. La madre, directora de una escuela en Sadec, parece permanentemente al borde de la locura, una locura amenazadora para los tres niños, que no tienen otra figura familiar, y una locura ante la que la narradora es la única de los tres con la capacidad de sentirse responsable y útil. El hermano mayor es el predilecto de la madre, pero es violento e irresponsable, despilfarra el dinero de la familia y es incapaz de ganarse un sustento hasta los 50 años. El hermano menor representa la indefensión y la infancia. Es con él con quien más se identifica la narradora, siente la necesidad de protegerlo. El hermano menor, que acaba muriendo de una bronconeumonía, representa aquella parte de sí misma que necesita ser rescatada.

El enfrentamiento del abusivo hermano mayor con el menor, que reviste el papel de víctima, constituye una dramatización del rito de paso que experimenta la niña fuera de casa, en un apartamento en la parte más sórdida de Saigón, entregada al placer de su frío descubrimiento del sexo. Es así que ella mata su infancia e ingresa en la edad adulta, aquellos rasgos de su carácter que se enfrentan al ambiente aniquilan a sus rasgos más débiles. El hermano menor es matado por el mayor. La niña por la mujer.

Se desliza entre las líneas de la novella una sutil sugerencia de que las cosas no pueden ser de modo diferente a como ocurren. Albergamos en nuestro interior las posibilidades todas de aquello en lo que vamos a devenir, igual que la narradora a sus quince años y medio, justo antes de conocer al que sería su amante, guardaba en las líneas de su poderoso rostro los rasgos del deseo. Pasado, presente y futuro se entrelazan en la historia de la vida, pues somos aquello que fuimos, y no seremos más que aquello en lo que no podremos evitar convertirnos.

Y, sin embargo, a pesar de este aparente determinismo que envuelve la narración, la historia es en gran medida la celebración de una opción personal por la que la niña se desmarca de sus compañeras en el pensionado, que aspiran con suerte a convertirse en enfermeras, y en la escuela francesa, donde su predilección parece que se decanta más por el francés que por las matemáticas – su madre quiere que saque unas oposiciones de matemáticas.

Finalmente será escritora, en Francia, lo que la capacita para contarnos la historia de cómo se convirtió en ella misma desde la intención de reflejar los “periodos ocultos” de esa misma historia. Una historia sin centro, que no se sucede en un camino ni en una línea, pues no es ésta la naturaleza de nuestro vivir, sino la recurrencia.

Saturday 14 September 2013

La literatura como tabla de salvación



Hoy voy a comentar la novela de un amigo, Guillermo de Miguel Amieva, abogado palentino y escritor, colaborador en diversas publicaciones y orgulloso y digno masón, que he leído en ebook, pues ya no es, por suerte, la literatura patrimonio de las grandes casas editoriales, y he descubierto que tan gratificante puede resultar leer a un clásico como la obra primeriza de un amigo, aunque las emociones que cada una despierte sean diferentes.

La conversación es una novela con un marcado cariz autobiográfico en la que el autor, en un ejercicio con reminiscencias unamunianas se propone estrechar las fronteras entre la realidad y la ficción, pues el mismo narrador, el autor, Guillermo de Miguel Amieva, es personaje, y además aparece desdoblado al encarnarse asimismo en otro personaje, Alejandro, su yo joven, aquel que él era en la Semana Santa del año 1992, cuando tenía 30 años y partió desde la Meseta hacia Las Palmas para realizar una última visita a su abuelo, Guillermo Amieva, de 86 años vegetariano imbatible y aficionado al budismo, que fue un noble ebanista de profesión, que no fue a la escuela pero que cuenta con La sabiduría de Occidente de Bertrand Russell entre los libros de su biblioteca, y con el que mantiene una relación entrañable desde que éste le regalara a los seis años su primer ajedrez. Alrededor de las partidas que jugaron se empezó a entrehilar el adiestramiento del nieto por parte del abuelo en el arte de la conversación, conversaciones por medio de las cuales pretendió prepararle para la ardua tarea de enfrentarse a la vida, dejándole como legado sus propios errores, para que el nieto no los cometiera a su vez.

Entre los consejos del abuelo está el fundamental de que no desaproveche la oportunidad de “vivir,” que quedó indefectiblemente plasmado en aquella última carta escrita por el abuelo que el Guillermo del presente ha recuperado, y que resulta el punto de partida de la acción, pero también la recomendación de que sea justo antes que bueno, y la voluntad del abuelo de que no se case, que Alejandro no escuchará, pues le vemos en 2011 felizmente casado y con dos hijas, la menor de las cuales, Blanca, se llevará consigo en su peculiar viaje a través del tiempo.

Pues un peculiar viaje en el tiempo articula la trama de esta historia, por el que el narrador, que no es otro que el propio autor, emprenderá acompañado de su hija un viaje desde la Castilla de la primavera de 2011 a Las Palmas de 1992, con el objeto de volver a revivir aquella última conversación con su abuelo, y de encontrarse con su yo más joven. El arte de la conversación se practicará a lo largo del relato a varios niveles. Está la conversación recuperada con el abuelo, la conversación que el autor mantiene con sus amigas de Facebook, y cuyas contribuciones se incorporan a la estructura de la propia novela, y, sobre todo, la conversación que el autor-narrador mantiene consigo mismo, que consigue salpicar la narración de auténticas perlas filosóficas, tal cuales está la siguiente reflexión que Alejandro se hace mientras conduce en dirección al aeropuerto de Madrid por las llanuras de Castilla: “la soledad es tierra fértil para el desarrollo del pensamiento y para descubrir las claves esotéricas que lo explican todo.” Ya en el aeropuerto, el Guillermo maduro nos demuestra su interés en profundizar en el conocimiento de lo real, al mostrar su desprecio hacia “aquellos que no saben ver las caras ocultas de la vida, esos reversos significantes que, como entre bambalinas, dejan el poso de lo que está un poco más allá.”

Así vamos descubriendo a un Guillermo de Miguel Amieva que es crítico con la sociedad española de su tiempo, a la que considera egoísta, poco cimentada en el propósito común, anclada en viejas creencias. Pero él basa su esencia en su espíritu, no en su pensamiento: “Piensa que el ser, nunca cambiante, no puede verse reflejado en el pensamiento, sino en el espíritu.” Es por esto que no es partidario de cambiar las instituciones mientras que no se produzca el ansiado cambio en las condiciones espirituales del pueblo. Con el paso de los años ha ido formulando ésta su pequeña filosofía existencial a un tiempo constructiva y escéptica, - al margen de las opiniones políticas del abuelo, comunista y republicano y luego seguidor de Felipe González, y de su padre, castellano católico y en un tiempo afiliado a UCD - y sin duda hondamente marcada por el poso de amargura que le produce la comprensión de que el sueño ilustrado de la humanidad se ha visto crudamente distorsionado por la violencia del siglo XX: “Lo que entendemos por vivir bien no deja de ser una exaltación de los derechos individuales, individualismo que Occidente ha llevado al extremo sacrificando la cohesión que toda sociedad debe tener en torno a un objetivo que supere el propio egoísmo.”

Esta revivida última partida de ajedrez con el abuelo sería el preludio al comienzo de la vida madura de Alejandro, el Guillermo de 1992, y sirve como punto de partida para la reflexión vital: “Vivir es recuperar lo que fuimos para proyectarlo a lo que seremos, recomponernos cada mañana sabiendo quiénes somos.” Sobre esta conciencia del esfuerzo que supone construir la propia identidad a través del tiempo se construye su idealismo escéptico. Su conclusión al problema del sufrimiento en la vida se resuelve mediante la conciencia de la necesidad del desapego. Si la vida es un tablero de ajedrez, acaban por razonar los personajes, la solución está en separar el movimiento en el tablero del propio sentimiento.

Thursday 5 September 2013

correcciones a En la corte del lobo


Aquí presento una selección de mis correcciones a la traducción de Wolf Hall de Hilary Mantel: En la corte del lobo, traducida para Destino por José Manuel Álvarez Flórez, aunque el total de mis correcciones fue de 762, que pueden encontrarse en el siguiente enlace: https://kindle.amazon.com/profile/Lorena-Lennon-Ciccone/24873584/public_notes De especial significancia me pareció el problema de la dificultad en la traducción de los nombres de personas, por la que algunos, como los de Thomas Boleyn y Thomas More se presentaban como Thomas Bolena y Thomas Moro, alternando en un mismo nombre el uso del inglés y el español. Me parecería mejor opción siempre dejar los nombres en su versión original, para que no desentonen frente a los de otros personajes.

A sinewy little twitcher, always twitching after his own advantage.
a. Un hombre nervudo y pequeño que, aunque aquejado de temblores, espasmos y tirones, sabe actuar siempre en beneficio propio.
b. Un hombrecito nervudo que no deja de impacientarse, aunque siempre se impacienta en beneficio propio.

The family never meet but he thanks God that Walter’s not with them anymore.
a. La familia nunca se reúne, pero él da gracias a Dios porque Walter no esté ya con ellos.
b. Siempre que la familia se reúne da gracias a Dios porque Walter no esté ya con ellos.

He thinks about the jittery sidestep of a skittish horse, the smell of the brewery.
a. Piensa en el caballo inquieto que se desvía nervioso, los caballos se asustan, el dolor de la destilería.
b. Piensa en la vacilación nerviosa del caballo encabritado, el olor de la destilería.

You don’t have to hold me up.
a. No tenéis que sostenerme.
b. No tenéis que imitarme.

They only heard of it in the Wolsey household.
a. Ellos sólo lo oyeron, en la casa de Wolsey.
b. Eso no ocurría cuando la casa pertenecía a Wolsey.

But insight cannot be taken back.
a. Pero no se puede recuperar la intuición.
b. Pero no se puede desdeñar lo ya intuido.

It is a shame for the scholars.
a. Es una vergüenza para los maestros.
b. Es una pena por los estudiantes.

She is slumped in a chair.
a. Se retrepa en el asiento.
b. Se deja caer en una silla.

He never had a parish church but he built the tower higher.
a. Nunca tuvo una iglesia parroquial, pero construyó la torre más alta.
b. Aumentó la altura de las torres de todas las iglesias parroquiales que poseyó.

The sickly milk-faced creeper.
a. La rastrera empalagosa.
b. La muchacha rara y enfermiza con rostro de leche.

Still… as we heard of it in Cambridge, you performed such labours for the foundation... the students and Fellows all commend you... no detail escapes Master Cromwell.
a. De todos modos... Cuando nos enteramos en Cambridge, vos realizabais tantos trabajos para la fundación…, los estudiantes y los maestros os alababan…, al señor Cromwell no se le escapa un detalle.
b. De todos modos… Llegó a nuestros oídos en Cambridge que realizasteis buenos trabajos para la fundación… los estudiantes y los maestros os alaban… al señor Cromwell no se le escapa un detalle.

There is a shuffle, a grunt, a sigh.
a. Se oye un arrastrar de pies, un susurro un suspiro.
b. Alguien se mueve, se oye un bufido, un suspiro.

Jo drops her lead, but still Bella runs behind.
a. Jo aminora la marcha, pero, de todos modos, Bella tiene que correr.
b. Jo deja caer la correa, pero aun así Bella corre detrás de ella.

Still, as he is Lord Treasurer, he has paid me my back wages. I was three quarters of the year in arrears.
a. De todos modos, como es Lord Tesorero, me ha pagado mis salarios atrasados. Eran tres o cuatro años de atrasos.
b. De todos modos, como es Lord Tesorero, me ha pagado mis salarios atrasados. Eran tres cuartos de año en atrasos.

He said, ‘If I thought my cap knew my counsel, I would cast it into the fire.’
a. Dijo: “Si creyese que mi gorra iba a darme consejos, la arrojaría al fuego.”
b. Dijo: “Si creyese que mi gorra conocía mis intenciones, la arrojaría al fuego.”

He means to say that he will not choose any adviser now: not my lord of Norfolk, nor Stephen Gardiner, or anyone, any person to be closet o him, to be so close as the cardinal was.
a. Parece indicar que ya no elegirá ningún consejero: ni milord Norfolk ni Stephen Gardiner ni nadie, ninguna persona que esté próxima a él, nadie que esté tan próximo como lo estaba el cardenal.
b. Parece indicar que ya no elegirá ningún consejero: ni milord Norfolk ni Stephen Gardiner ni nadie, para que esté próximo a él, tan próximo como lo estaba el cardenal.

…his writing hand tucked into a hidden fist.
a. ... apretando el puño de la mano con la que escribe.
b. … la mano con la que escribe agazapada dentro de un puño escondido.

“Rex quondam rexque futurus.” The former King is the future King.
a. El rey anterior es el futuro rey.
b. El rey que fue es el rey que será.
(inscrito en la tumba de Arturo)

Sir John is not, perhaps, more than a dozen years older than himself, but amiability can be ageing.
a. Sir John tal vez no le lleve doce años, pero su amabilidad puede estar envejeciendo.
b. Sir John tal vez no le lleve doce años, pero ser amable envejece a uno.

He puts the cat down, opens the bag. He fishes up on his finger a string of rosary beads; for show, says Avery, and he says, good boy.
a. Deja el gato en el suelo, abre la bolsa. Saca con el dedo una hilera de cuentas del rosario; para enseñar, dice Avery, y él dice, buen chico.
b. Deja el gato en el suelo, abre la bolsa. Saca con el dedo una hilera de cuentas del rosario; para guardar las apariencias, dice Avery, y él dice, buen chico.

I expected to see her walk in one day.
a. Esperaba verla entrar un día.
b. Creía posible que apareciese sin más un día.

… that’s the Howards for you, that’s the Boleyns.
a. ... pero eso son los Howard para ti, eso son los Bolena.
b. … pero así son los Howard, así son los Bolena.

While my lord cardinal was alive, he never wanted for a jewel in his hat or a horse or a handsome house.
a. Mientras el cardenal vivía, nunca deseó una joya ni un sombrero ni un caballo ni una hermosa mansión.
b. Mientras mi señor el cardenal vivía, nunca le faltó una joya en el sombrero ni un caballo ni una hermosa mansión.

Thomas, when you’re cold and under a stone, you’ll talk yourself out of your grave.
a. Thomas, cuando estéis frío y debajo de una lápida, os convenceréis vos mismo de que debéis salir de la tumba.
b. Thomas, cuando estéis frío y debajo de una lápida, vuestra labia os sacará de la tumba.

You don’t get on.
a. No sigáis.
b. No os lleváis bien.

All the kept women and the runaway daughters.
a. Todas las mujeres encerradas y las hijas fugadas.
b. Todas las mujeres mantenidas y las hijas fugadas.

… but think, is it likely that a man who has not spared himself on the hunting field and in the tilt yard should not get some injury by the time he is the king’s age?
a. Pero piensa que es natural que el que no ha eludido la caza y las Justas tenga alguna lesión al llegar a la edad de ser rey.
b. Pero pensad, ¿es probable que un hombre que no ha eludido ni la caza ni las justas no haya sufrido alguna lesión a la edad del rey?

He hears her calling, Thomas, Thomas… It is a name that will bring half the house out, tumbling from their bedside prayers, from their very beds: yes, are you looking for me?
a. La oye llamar: Thomas, Thomas..., el nombre pone en marcha a la mitad de la casa, abandonan sus oraciones de antes de acostarse, hasta las camas; sí, ¿me buscáis a mí?
b. La oye llamar: Thomas, Thomas… Es un nombre que puede hacer salir a la mitad de la casa, dejando a medias sus oraciones antes de acostarse, dejando hasta sus camas: sí, ¿me buscáis?

Lizzie comes packaged into her velvet and lace, her outlines as firm as her sister’s are indefinite and blurred, her eyes bold and hazel and eloquent.
a. Lizzie viene envuelta en sus ropas de terciopelo y encaje, con lo que sus curvas, tan firmes como las de su hermana, resultan indefinidas e imprecisas; sin embargo, sus ojos audaces color avellana resultan elocuentes.
b. Lizzie viene envuelta en sus ropajes de terciopelo y encaje, sus rasgos tan firmes como los de su hermana son indefinidos y borrosos, sus ojos audaces de color avellana y elocuentes.

Henry says, ‘His father left Crookback for my father’s service.’
a. Su abuelo – dice Enrique – dejó Crookback para servir a mi padre.
b. Su abuelo – dice Enrique – dejó al Jorobado para servir a mi padre.
(se refiere a Ricardo III)

Two days after he sees More shivering at the sermon, he conveys a pardon to Lady Exeter.
a. Dos días después ve a Moro tiritando en el sermón, transmite un perdón para Lady Exeter.
b. Dos días después de ver a Moro tiritando en el sermón, transmite un perdón para Lady Exeter.

I would rather see my only son dead, I would rather see them cut off his head, than see you refuse this oath, and give comfort to every enemy of England.
a. Preferiría ver muerto a mi propio hijo antes que ver que os cortan la cabeza, antes que ver que os negáis a prestar este juramento y apoyáis a todos los enemigos de Inglaterra.
b. Preferiría ver muerto a mi propio hijo, preferiría ver cómo le cortaban la cabeza, que veros rechazar este juramento, dando alegría a todos los enemigos de Inglaterra.

It is a still morning, misty and dappled.
a. La mañana es tranquila, nebulosa y encapotada.
b. La mañana es tranquila, neblinosa y salpicada de nubes.

I shall not indulge More, he thinks, or his family, in any illusion that they understand me. How could that be, when my workings are hidden from myself?
a. No permitiré que Moro, piensa él, ni su familia, abriguen ilusiones de que me comprenden. ¿Cómo podrían comprenderme ellos, cuando ni yo mismo me comprendo?
b. No permitiré que Moro, piensa él, ni su familia, abriguen ilusiones de que me comprenden. ¿Cómo podría ser así, cuando ni yo mismo alcanzo a dilucidar los fines de mis propósitos?

‘It is not as if the queen likes me,’ Jane says.
a. No me gusta la reina, en realidad – dice Jane –.
b. No es que la reina me aprecie, en realidad – dice Jane –.

Sunday 25 August 2013

De las misteriosas conexiones entre las almas



La historia de Todas las almas es el relato de una perturbación, pasajera y leve, pero que ha dejado en el narrador (a quien llamaremos N. a falta de otro nombre) una huella indeleble que él se esfuerza por mitigar. Desde un tiempo presente en que N. está casado en Madrid y con un hijo recién nacido, N. hace un ejercicio de memoria de su estancia en la ciudad de Oxford, a la que llegó como profesor visitante de español para una estancia de dos años, ciudad que parece propiciar un peculiar modo de existencia por el que se le da preponderancia al “estar” sobre el “actuar.” Para N. vivir en Oxford es estar “fuera del mundo,” y todos sus habitantes en mayor o menor grado parecen sufrir de una perturbación. Así, la vida de académicos como Alec Dewar, el Matarife, es más una vida imaginada, una sombra de vida, que una vida real... N. es capaz de, sin embargo, ofrecer una perspectiva crítica hacia su propia perturbación durante el conjunto de su estancia en Oxford. Este sentimiento se ve incrementado por el conocimiento de que nadie allí le ha conocido en su infancia ni en su juventud, y también, especialmente durante la primavera, por la calidad inmutable de la luz de Oxford en los días más largos. Pero precisamente este desligamiento de la ciudad de Oxford le libera de cualquier sentimiento de responsabilidad. Al comienzo de su etapa allí es consciente de que cuando regrese a su ciudad, Madrid, su vida recuperará la estabilidad y la sustancia; Oxford es meramente “territorio de paso.” Pero su estancia va a ser lo suficientemente larga para que sienta que necesita procurarse un amor para ese tiempo.

Es así que primeramente se fija en una muchacha que conoce en la estación de tren de Didcot, en un trasbordo, y a la que durante una temporada, antes de conocer a la que sería su amante en Oxford, Clare Bayes, buscó sin muchas esperanzas recorriendo las calles de la ciudad. Pero su primer encuentro con Clare Bayes durante una cena formal en un college saca a la muchacha de Didcot de su cabeza. En realidad necesita a una mujer que se conozca a sí misma y que sea capaz de otorgar significación a cada uno de sus actos. Pero durante cuatro semanas hacia el final de la estancia de N. en Oxford Clare se mantendrá alejada debido a que debe cuidar a su enfermo hijo Eric. Este tiempo será para N. el más duro de sobrellevar, sus vagabundeos por las librerías de viejo de Oxford en busca de volúmenes de autores raros como el galés Arthur Machen se intensificarán, y con ello su sentimiento de alienación y desconcierto respecto a sus verdaderos sentimientos hacia Clare y su propio lugar en el mundo. Precisamente, nos relata N., en la primavera Oxford se llena de mendigos también dados a vagar por las calles, como él, con lo que crece su pavorosa sensación de identificación con ellos.

Este es sólo uno de los modos en los que la perturbación de N. toma forma. Lo cierto es que el nombre del college al que él y Clare están adscritos, All Souls – Todas las almas – sirve como enunciación del tema que da fondo a la novela. Se trata del tema de la capacidad de las almas de los vivos y los muertos para entremezclarse, entrar en contacto, sobreponerse unas a otras, compartir vivencias, sentimientos, dolor… por la que la vida propia de N., al entrar en esta dinámica en Oxford, ciudad preservada en almíbar, como ciudad muerta o ciudad de los muertos, le ocasiona el origen de su pasajera pero existente perturbación. Y es así que N. empieza a sentir cómo su propia alma empieza de alguna manera a diluirse, comienza a identificarse con otros, por ejemplo, en ocasiones le gusta ponerse en el lugar del marido de Clare Bayes. También ocurre que Will, el viejo portero de la Tayloriana, da en identificarle cada mañana con un profesor diferente de los que ha conocido en su larga vida trabajando en la institución, e incluyendo a un tal Mr Branshaw que nadie nunca ha conocido. Pero su obsesión con la vida y el destino del poco conocido escritor Terence Ian Fytton Armstrong (“John Gawsworth”), para quien Machen redactó un prólogo, será una de las muestras más claras de su perturbación, y se convierte finalmente en clave principal de la novela.

En un capítulo hacia el centro de la novela N. nos da cuenta de algunos datos sobre la vida de Gawsworth que le llaman poderosamente la atención, y complementa la información mostrándonos dos fotografías, una del Gawsworth vivo – aunque con cara de muerto, le parece a N. – y otra de la máscara mortuoria de Gawsworth. Es así que este enigmático autor es asociado al predominante tema de la muerte en la novela, y más específicamente al tema de la transmigración de las almas, pues el narrador frecuentemente siente que el alma y el destino – trágico y misterioso – de Gawsworth podrían apoderarse de sí mismo. ¿Qué ocurrió en el destino de Gawsworth que le haga ejercer una atracción tan magnética sobre N.? De una manera inesperada logramos terminar por adivinarlo. Y lo que nos ayuda es precisamente el conocimiento de esa fuerza transmigratoria de las almas, pues todas las almas están vivas: All Souls.

Sucede que durante una visita al emérito profesor retirado Toby Rylands, éste le habla, entre otras cosas, de la “sensación de descenso” que todos los hombres experimentan antes o después y que él comenzó a hacer suya hace cuarenta años. También le habla de su tiempo como espía para el servicio secreto británico, tiempo durante el cual tuvo lugar una experiencia que N. considera atroz: fue testigo del suicidio de una persona amada. Cuando N. le habla de esta conversación a su amante Clare Bayes, tiene un peculiar fallo de memoria: cree que el suicidio de aquella persona amada que presencio Rylands tuvo lugar hace cuarenta años, el momento exacto en que comenzó a experimentar su sensación de descenso. Así que inconscientemente N. mezcla ambos eventos en su mente. Pero esta anécdota adquiere una relevancia mayor cuando hacia el final de la novela Clare Bayes le relata a N. un secreto de familia. Y es que a comienzos de los años 50, esto es, hace cuarenta años, ya que la novela fue escrita en los ochenta y en ese mismo tiempo parece estar ambientada, su madre Clare Newton tuvo como amante en la India a un tal Terry Armstrong, - ¿puede ser posible que se tratase del mismísimo John Gawsworth?, se pregunta N., – el cual la dejó embarazada, lo que propició que ésta fuese expulsada del hogar por el padre de Clare, y esto resultó en su suicidio tirándose del puente sobre el río Yamuna o Jumna con la llegada del tren, suicido que tiene lugar ante los ojos de un John Gawsworth atónito, de su hija Clare, que observaba esa tarde el puente como de costumbre desde el jardín de su casa, y del padre de ésta. Los tres amaban a Clare Newton en ese momento de su descenso, como Toby Rylands amaba a la persona que vio suicidarse, curiosamente, no parece improbable pensar, hace exactamente cuarenta años, esto es, en los años cincuenta, al mismo tiempo que Gawsworth contempló el suicidio de su amante. ¿Podríamos hablar de una transmigración del alma del malogrado escritor Gawsworth al eminente profesor de literatura y espía oxoniense Toby Rylands? ¿Cómo es posible que estas cuatro personas sufriesen a la vez una misma experiencia horrible? ¿Existe algún tipo de comunión entre las almas? No en vano, N. nos recuerda al final de la novela que para Will, el portero anciano de la Tayloriana, “todas las almas están vivas.”

Saturday 13 July 2013

De pronto, se fue el amor


Después de visitar a su hijo Pablo, que se ha casado con una hermosa doctora en Leyes en Alemania, Elena, una barcelonesa criada en la burguesía de su ciudad, que acaba de rebasar los cincuenta años y que trabaja en una productora, regresa a su vacía casa de Barcelona profundamente deprimida. Su marido Julio, un prestigioso director cinematográfico, está en Nueva York celebrando el estreno de su última película. Ella sabe que le acompaña una nueva amiga, una jovencita no muy distinta a como ella fue a su edad. Sin saber cómo ni por qué, Elena empieza a llorar todos los días ante las películas sentimentales que se exhiben en los cines de barrio, y algún conocido le concierta su primera cita con un psicoanalista de la Universidad de Rosario, en Argentina, cuyos únicos temas tabú son el feminismo, la religión y los psiquiatras. Así comienzan la serie de sesiones en el despacho de su psicoanalista, “el Mago,” en el “santuario-burdel,” en torno a las cuales gira el hilo de la novela y que provocarán profundamente las pasiones de la paciente al tiempo que el Mago le hace confrontar los miedos y los anhelos que anidan en su interior. ¿Cuál es la validez real del inhumano método empleado por estos “acólitos de Freud”? ¿Sufre realmente Elena de envidia de las mujeres de sus dos hijos? ¿Ha sido herido su narcisismo por la reciente aventura de su marido? ¿Tiene un complejo de castración, causado por su retraimiento, que le hace envidiar la audacia y la pasión vital de sus amigos Eduardo y Andrea? ¿Arranca su frustración del sentimiento del fracaso de su generación frente al ideal de cambiar el mundo? ¿Cuáles han sido, finalmente, los errores y los aciertos en su papel como madre y como esposa?

Elena intentará encontrar la respuesta a estos interrogantes en torno a las tortuosas sesiones de psicoanálisis, que le parecen un juego complicado o una trampa, que tienen lugar puntualmente todas las tardes a las cinco, y a las que acude sin falta, unos días sintiéndose ridículamente sumisa, otros, eufórica, tratando de alguna manera de descubrir cuál es el cocodrilo que se esconde debajo de su cama, la naturaleza del pecado que ha cometido y que la devora por dentro, de hallar un remiendo o un parche que le posibilite seguir adelante, aunque ésta, su nueva vida de “vieja dama indigna” esté lejos de satisfacerla íntimamente. Pronto se dará cuenta de los peligros del juego psicoanalítico, al tiempo que se desarrolla su obsesión con el Mago, al que también denomina “el Impasible” o “el Imperturbable,” debido al doloroso efecto que ejercen sobre ella las “sesiones de castigo” en las que éste apenas le dirige la palabra. Al cabo del tiempo, la sustancia de las sesiones se repetirá en su mente incansablemente, y la novela entera consiste en el intenso monólogo por el que nos narra su experiencia psicoanalítica, y así nos la encontramos imaginando posibles situaciones con su analista, calibrando las historias que le podría contar y las respuestas que obtendría, o incluso concibiendo memorias falsas con las que satisfacer las expectativas freudianas del Mago. La vida es para Elena, al fin y al cabo, como esta novela misma, “un monólogo lleno a partes iguales de farsa y verdad.” Para no volver es una novela sobre la necesidad imperiosa, narcisista, de fantasear nuestras propias vidas, para vivirlas en las palabras y en las imágenes con las que nos las contamos a nosotros mismos, para mantener viva la ilusión de que somos unos seres especiales y de que decididamente merecemos, tal como anhela Eduardo, que una postergada, ansiada sorpresa nos aguarde en el buzón todas las mañanas.

Friday 5 July 2013

correcciones a la traducción en Las horas distantes de Kate Morton


Me ha sorprendido encontrar nuevamente cuantiosos errores en una traducción de Kate Morton, a pesar de que, aun tratándose de la misma editorial, había esta vez una traductora diferente de quien tradujo El jardín olvidado. Las correcciones que hice aquella vez pueden encontrarse aquí. He hecho 1364 correcciones a la traducción al español de The Distant Hours de Kate Morton, publicada por Suma de Letras, que se pueden apreciar en las anotaciones públicas a mi ebook aquí. De entre éstas he seleccionado unas cuantas correcciones que llamaron mi atención especialmente por la manera en que trastocan el sentido del texto, y las detallo a continuación:

I don’t drive often and I loathe the motorway when it’s busy, so I left at the crack of dawn, figuring it gave me a clearer run at getting out of London unscathed.
a. No conduzco muy a menudo y detesto la autopista cuando hay demasiado tráfico, así que salí al amanecer, suponiendo que tendría el camino bastante despejado para volver a Londres temprano sin problemas.
b. No conduzco muy a menudo y detesto la autopista cuando hay demasiado tráfico, así que salí al amanecer, suponiendo que me facilitaría abandonar Londres sin complicaciones.

Beyond, a gossamer curtain fluttered pinkly against a set of stacked lounging chairs, just as it must have done for a long time unobserved.
a. Más allá, una cortina de gasa se agitaba suavemente sobre un montón de sillas apiladas, como solía hacerlo antaño, aunque nadie la viera desde hacía mucho tiempo.
b. Más allá, una vaporosa cortina rosa se agitaba levemente junto a una pila de sillas de jardín, de la misma manera en que ha debido de hacerlo sin ser observada durante mucho tiempo.

She looked just as an old lady of the manor should.
a. Tenía el aspecto de la señora de la casa.
b. Tenía el aspecto que debería tener la señora de una gran casa.

Copper pots and pans hung from hooks along the walls, a stout Aga rusted beside a sagging range, a family of empty ceramic pots stood chest to chest on the tiles.
a. Cacerolas y sartenes de cobre colgaban de sus ganchos en todas las paredes, vi un gran horno irreversiblemente oxidado, una colección de vasijas de cerámica se apilaba contra los azulejos.
b. Cacerolas y sartenes de cobre colgaban de ganchos en las paredes, una sólida cocina rústica de marca Aga se oxidaba junto a una hundida cocina de hornillos, una colección de vasijas de cerámica vacías se apilaba contra los azulejos.

He does an adequate job, though a strong work ethic seems to be a thing of the past.
a. Hace un trabajo aceptable, aunque, al parecer, la ética laboral es una cosa del pasado.
b. Hace un trabajo aceptable, aunque, al parecer, la conciencia de la importancia del trabajo duro es una cosa del pasado.

Daddy had it filled in when she died.
a. Mi padre lo conservó lleno aun después de su muerte.
b. Mi padre lo hizo rellenar después de su muerte.

The corridor was dim, but no more so than the others; indeed, now that we’d emerged from the basement, a few diffuse ribbons of light had appeared, threading their way through the castle knots to spill across the flagstones.
a. El corredor estaba oscuro, pero no más que los otros; en realidad, una vez que hubimos salido del sótano, aparecieron tenues franjas de luz en los muros de piedra.
b. El corredor estaba oscuro, pero no más que los otros; en realidad, una vez que hubimos salido del sótano, aparecieron unos cuantos difusos lazos de luz, abriéndose camino entre los vericuetos del castillo para derramarse sobre las losas del suelo.

The recording, as it must have been, had stopped some time ago, but Juniper listed regardless, her eyelids closed, her cheeks coloured with a young woman’s anticipation.
a. La grabación ya había terminado, pero Juniper seguía oyéndola, con los ojos cerrados y las mejillas sonrosadas, con la ilusión propia de una muchacha.
b. La grabación imaginada por Juniper debía de haberse detenido hacía ya algún tiempo, pero ella seguía escuchándola sin importarle, con los párpados cerrados, las mejillas sonrosadas con la ilusión propia de una joven.

Percy was coming to suspect that Saffy had been right all these years: she was a fixer.
a. Percy comenzaba a sospechar que Saffy siempre había hecho lo correcto: reparar.
b. Percy comenzaba a sospechar que Saffy había tenido razón todos estos años: lo que mejor se le daba era solucionar problemas.

The steam of a day spent conjuring dinner from what could be found in the larder or begged from the adjoining farms had collected in the upper nooks of the kitchen and Saffy tugged at her blouse in an effort to cool down.
a. En la cocina Saffy se encontró ante el resultado de todo un día dedicado a improvisar una cena con lo que pudo encontrar en la despensa y lo que pidió prestado en las granjas vecinas. Se alisó la blusa e intentó calmarse.
b. Los vapores resultantes de un día dedicado a pergeñar una cena de entre lo que pudo encontrar en la despensa o tomar prestado de las granjas vecinas se habían concentrado en los más altos recovecos de la cocina y Saffy se ajustó la blusa e intentó calmarse.

She had a feeling that once she entered the castle’s fray a quiet smoke would be but a distant dream.
a. Tenía la sensación de que tan pronto como entrara en su ruinosa casa, fumar tranquilamente un cigarrillo no sería más que un sueño lejano.
b. Tenía la sensación de que tan pronto como tomara contacto con el ajetreo de la casa, fumar tranquilamente un cigarrillo no sería más que un sueño lejano.

The doggy odour was easily explained – Juniper’s mutt Poe had languished in her absence, splitting his moping between the top of the driveway and the end of her bed.
a. El olor a perro tenía una explicación sencilla; Poe la mascota de Juniper. En su ausencia había languidecido tumbado en la entrada, a los pies de su cama.
b. El olor a perro tenía una explicación sencilla; la mascota de Juniper, Poe, había languidecido en su ausencia, acarreando su melancolía entre la puerta principal y los pies de la cama.

She’d had to bend a coat hanger out of shape so that the silk might swathe against the outside of the wardrobe facing the door, but it was necessary. The dress must be the first thing Juniper saw when she pushed open the door that evening and switched on the light.
a. Había curvado una percha para colgarlo en la puerta del armario, aunque era innecesario: de todos modos su hermana lo distinguiría de inmediato al abrir el ropero.
b. Había tenido que doblar una percha hasta deformarla para que la vaporosa seda se destacase contra la pared del armario, en frente de la puerta, pero había sido necesario. Quería que el vestido fuese lo primero que viese Juniper cuando abriese la puerta de golpe aquella tarde y encendiese la luz.

Lucy refused to meet her eyes but uttered a vague reply before mounting her bicycle and pushing off towards the top of the driveway, lamplight scribbling a shaky message on the ground before her.
a. Lucy se negó a encontrarse con su mirada. Murmuró una vaga respuesta y se dirigió al camino; el farol garabateaba un trémulo mensaje delante de ella.
b. Lucy rehusó encontrarse con su mirada y prefirió murmurar una vaga respuesta antes de montarse en su bicicleta y dirigirse hacia lo alto del camino que conducía al castillo; el farol garabateaba un trémulo mensaje sobre el suelo ante ella.

As if deciphering the implications of Juniper’s journal entry wasn’t enough to contend with, Percy was downstairs and she was angry.
a. Su mente ya tenía bastante trabajo descifrando las repercusiones de la entrada del diario de Juniper cuando llegó Juniper, además de mal humor.
b. Como si descifrar las implicaciones de la anotación en el diario de Juniper no fuera bastante, Percy estaba en el piso inferior y además de mal humor.

She’d snatched at the envelope, the stood watch at the bottom of the stairs, making sure her sister didn’t suffer a last-minute change of heart and head for the woodpile instead. Only when she’d heard Percy’s bedroom door close behind her had she finally allowed herself to relax.
a. Después de coger nerviosa el sobre, bajó la escalera. Se detuvo en el descansillo para asegurarse de que su hermana no se arrepintiera de repente e intentara dirigirse otra vez a la pila de leña. Solo cuando oyó que cerraba la puerta de su dormitorio se permitió relajarse.
b. Después de agarrar con determinación el sobre, se quedó vigilando al pie de las escaleras para asegurarse de que su hermana no cambiara de parecer en el último minuto y decidiera dirigirse otra vez hacia la pila de leña. Sólo cuando oyó que Percy cerraba la puerta de su dormitorio tras de sí se permitió relajarse.

Was it too premature to lament the loss of her reliable mind; to wonder at the sorts of demonic deals she’d have to make to get it back?
a. ¿Era prematuro lamentar el olvido, preguntarse qué pacto demoníaco tendría que hacer para recuperarla?
b. ¿Era prematuro lamentar la pérdida de su firmeza mental y preguntarse qué tipo de pactos demoníacos tendría que entablar para recuperarla?

A woman Saffy didn’t recognize, of whom she felt shy; a woman who was becoming worldly.
a. Una mujer que Saffy no reconocía, que la avergonzaba: una mujer mundana.
b. Una mujer que Saffy no reconocía, que la hacía sentirse cohibida: una mujer de mundo.

So I waited, and only when enough time had passed did I look up again, catch her eye, sure again now, confident, and wave with candour, as if only in that moment had I realized she was there.
a. Esperé y al cabo de unos instantes la miré otra vez. Había recuperado la seguridad, la confianza y agitó candorosamente la mano, creyendo que yo acababa de advertir su presencia.
b. Así que esperé el tiempo suficiente antes de levantar la vista y alcanzar su mirada – ella estaba segura ahora, mostraba confianza – y agité inocentemente la mano, como si acabase de advertir su presencia.

They were a little awkward for both of us, even when I wasn’t hoping to undertake a delicate excavation of Mum’s life.
a. También yo me sentía un poco incómoda con respecto a ella, pese a que no tenía previsto realizar una investigación muy profunda sobre su vida.
b. Estas citas eran in poco incómodas para ambas, incluso en aquellas ocasiones en que yo no me disponía a realizar una delicada investigación sobre su vida.

She shifted her cup on the saucer, swivelled it by its dainty handle, this way and that.
a. Aferró el asa de su taza de café, la hizo girar hacia ambos lados.
b. Hizo girar la taza en su platillo, a un lado y a otro, asiendo la delicada asa.

Some of her oldest clients have known her since the closest she got to a pair of scissors was the broom cupboard out back, and now there’s no one else they’d trust to set their lavender perms.
a. Algunas de sus clientas la conocen desde que practicaba sus cortes con las escobas y solo confían en ella para teñirse el cabello.
b. Algunas de sus clientas de más edad la conocen desde sus comienzos, en los que se limitaba a barrer la tienda, pero ahora sólo confían en ella para ponerles los moldeados de lavanda.

She drew on her cigarette, one eye narrowing slightly as she considered me.
a. Ella cogió de nuevo su cigarrillo y entrecerró ligeramente un ojo mientras me observaba.
b. Aspiró una calada de su cigarrillo y me escudriñó con un solo ojo.

She’d run back, ducked beneath the crowd of frightened neighbours, seized her notebook – worse for wear but still intact – and returned to her furious mother, face no longer white but red as Heinz tomato ketchup.
a. Corrió, agazapada entre la multitud de vecinos temerosos, cogió su cuaderno, algo estropeado pero entero, y regreso junto a su furiosa madre. Su rostro, antes pálido, estaba ahora tan rojo como la salsa de tomate.
b. Había corrido en dirección contraria, escabulléndose entre la multitud de vecinos asustados, para recuperar su cuaderno – algo estropeado pero entero – y regresar junto a su furiosa madre, cuyo rostro ya no estaba blanco sino rojo como el kétchup Heinz.

His mother was little more than a distantly revered poetess around whom myths were beginning to form as myths are wont to do – the whisper of a summer’s breeze, the promise of sunlight against a blank wall –
a. Su madre fue una poetisa admirada en su época y en torno a ella comenzaron a forjarse mitos: el susurro de la brisa estival, la promesa del sol reflejado en una pared blanca…
b. Su madre no era mas que una vagamente reverenciada poetisa en torno a la cual comenzaban a forjarse ciertos mitos: el susurro de la brisa estival, la promesa del sol cayendo sobre un muro desnudo…

Percy and Saffy had listened together to Prime Minister Chamberlain’s announcement on the wireless the day before and had sat through the national anthem in deep thought.
a. Percy y Saffy habían escuchado en la radio el anuncio del primer ministro Chamberlain y el himno nacional.
b. Percy y Saffy habían escuchado juntas el anuncio en la radio del primer ministro Chamberlain el día anterior, y se habían quedado sentadas y profundamente concentradas durante la emisión completa del himno nacional.

He’d wanted to be a teacher ever since he realized he’d grow up one day to be an adult, and had dreamed about working in his old London neighbourhood.
a. Quiso ser maestro desde que comprendió que se había transformado en un adulto. Soñaba con trabajar en su antiguo barrio de Londres.
b. Había querido ser maestro desde que comprendió que un día se convertiría en adulto, y había anhelado trabajar en su antiguo barrio de Londres.

He tried not to let nervousness tip him over into cockyness.
a. Se esforzó por mantener el equilibrio a pesar del nerviosismo.
b. Se esforzó por que su nerviosismo no se transformase en presunción.

All earlier epiphanies regarding the foolishness of property law were revealed now as crude, if not delusional.
a. Las teorías con respecto a las leyes de propiedad resultaron ser pura tontería, e incluso burdas y delirantes.
b. Las teorías que había formulado hacía un rato con respecto a la vaciedad de las leyes de propiedad resultaron ahora parecer burdas, si no delirantes.

She felt tender and protective and vulnerable, and as she saw the beginnings of a hopeful smile stir on the edges of the young girl’s mouth, she couldn’t help wrapping her arms around Merry and squeezing hard.
a. Sintió ternura, cariño, necesidad de proteger a esa niña que esbozaba una sonrisa esperanzada.
b. Sintió ternura, cariño, vulnerabilidad, y al distinguir el esbozo de una sonrisa esperanzada tomar forma en las comisuras de los labios de la niña, no pudo evitar rodear a Merry con sus brazos y estrecharla fuertemente.

… wondered how much longer it would be before she could get outside for a cigarette; whether it was possible for her to slip out unnoticed if she affected the perfect attitude of authority.
a. ... se preguntó cuánto debería esperar para salir a fumar un cigarrillo; si no hacía ruido tal vez podría escapar inadvertida.
b. … se preguntó cuánto debería esperar para salir a fumar un cigarrillo, si sería posible salir inadvertida si asumía un gesto autoritario preciso.

She was aware of her limbs, the unnatural claw she’d made with her hand on the back of the pew, the lines of her face sitting in forced merriment that made her feel like a clockwork puppet.
a. Pero advirtió que sus uñas habían dejado una marca en el respaldo del banco, que la forzada alegría dibujaba extraños surcos en su rostro.
b. Tenía conciencia de sus extremidades, de la postura innatural, con forma de garra, que su mano había adoptado en torno al respaldo del banco, de las líneas de su rostro haciendo amago de una forzada alegría que la hacía parecer una marioneta mecánica.

Saffy’s eyes were brimming now, and although Percy was angry with her, she was pleased too, to see that her sister was fighting the rush of tears. Perhaps a scene would be avoided this time, after all.
a. Los ojos de Saffy se llenaron de lágrimas. Percy se alegró al verlo. Tal vez finalmente podrían evitar una escena.
b. Las lágrimas se agolparon en los ojos de Saffy, y aunque Percy estaba enfadada con ella, le satisfizo ver que su hermana reprimía el sollozo. Quizás esta vez evitasen una escena, después de todo.

She sneaked a sideways glance at the glass-fronted bookcase, caught her image rippling in the dimpled surface.
a. Miró furtivamente hacia atrás. Su imagen ondulaba en el cristal biselado de la puerta.
b. Echó un vistazo furtivo a la puerta de cristal de la librería, vio su reflejo ondulando en la superficie moteada.

The doctors had said that walking was the best thing for his leg, but Tom would’ve done so regardless.
a. Los médicos habían dicho que los paseos eran la mejor cura, pero Tom no disfrutaba serenamente de aquellas caminatas.
b. Los médicos le habían dicho que pasear era la mejor cura para su pierna, pero Tom habría emprendido esas caminatas de todos modos.

Merry had cried but Juniper hadn’t, not then;
a. Merry lloraba, pero Juniper no había llorado aquel día.
b. Merry había llorado, pero Juniper no, no en aquel momento.

Met with such a confusing response, Juniper’s own expression faltered and she let hte imperious facade drop away.
a. Pero la sorpresa borró su fachada autoritaria.
b. Al recibir una respuesta tan sorprendente, la expresión de Juniper se desdibujó y dejó que se borrase su mueca autoritaria.

Juniper listened and laughed and left only the smallest part of her attention free to circle the strange new tension in her friend’s face.
a. Juniper se rio al escucharla, pero aun así, detectó una rara y nueva tensión en su rostro.
b. Juniper se rió al escucharla y dedicó un fragmento mínimo de su atención a escrutar la nueva y rara tensión en el rostro de su amiga.

Tom drew a deep breath and walked faster, though he knew he had more chance that way of outrunning his shadow. It was strange, the experience of something that was missing; odd that a vacancy might exert as much pressure as a solid object. The effect was a little like homesickness, a fact which perplexed him; first, because he was a grown man and should surely be beyond such feelings; second, because he was at home.
a. Inspiró profundamente y caminó más rápido, en un vano intento por liberarse de esa sensación, más opresiva que un objeto sólido. Le provocaba un efecto semejante a la nostalgia, desconcertante porque era un hombre adulto y porque, en efecto, estaba de nuevo en casa.
b. Tom inspiró hondo y caminó más rápido, como si supiera que de esa manera tenía mayores posibilidades de superar a su sombra. Era extraña la sensación de que algo faltaba; no podía comprender que una ausencia pudiera ejercer tanta presión como una presencia. El efecto era un poco como el de la nostalgia, lo cual le sorprendió; en primer lugar, porque era un hombre adulto y debería haber superado esos sentimientos; en segundo lugar, porque estaba en casa.

That was her name, Meredith Baker, but she’d grown since last they met. She was less of a girl, taller, stretched, anxiously filling her extra inches.
a. Así se llamaba, Meredith Baker. Había crecido desde la última vez que se vieron. Se la veía más alta, insegura aún con su nuevo cuerpo.
b. Así se llamaba, Meredith Baker. Había crecido desde la última vez que se vieron. Ya no era tan niña, estaba más alta, su cuerpo se había llenado en todo su contorno.

From across the park Meredith’s body had known that it was him before her brain had caught up. Her heart had lurched inside her, like it was spring loaded, and she’d remembered at once the childish crush she used to harbour.
a. Al ver su silueta desde el otro lado del parque, su corazón había comenzado a palpitar, lo había reconocido, aun sin saberlo. Recordó su enamoramiento infantil.
b. Desde el otro lado del parque el cuerpo de Meredith le había reconocido antes de que su mente lo hiciese. Su corazón se había llenado como si fuese de primavera y recordó enseguida su enamoramiento infantil.

Even as I said it, I remembered the way he’d looked the day before, the shortness of breath, the sagging shoulders, the ridge of grey along his spine, and I knew it wasn’t so.
a. Tan pronto como lo dije, recordé que el día anterior respiraba y caminaba con dificultad, y supe que no era posible.
b. Tan pronto como lo dije, recordé el aspecto que había presentado el día anterior; la dificultad para respirar, los omóplatos hundidos, el relieve gris de su columna, y supe que no era posible.

Juniper sat up suddenly, too focused on this fact, this small glitter of light, of remembrance, to mind the pain in her head.
a. Juniper se incorporó súbitamente. Trató de concentrarse en ese recuerdo, ese pequeño resplandor, de comprender por qué le dolía la cabeza.
b. Juniper se incorporó súbitamente. Estaba demasiado concentrada en ese hecho, ese pequeño resplandor, ese recuerdo, para darse cuenta de su dolor de cabeza.